Casi cuatro años después del último referéndum celebrado en Italia (aquel perdido por Matteo Renzi, por entonces primer ministro y ahora senador por Toscana), los italianos vuelven a ser convocados a otra consulta de este tipo. Se trata de dar el visto bueno o no al “taglio” (corte o reducción) del número de parlamentarios que integran el poder legislativo, pasando la Cámara Baja de los actuales 630 a 400 y la Alta, a su vez, de los 315 a los 200. Recordemos, en el caso del Senado o Cámara Alta, que este puede alcanzar la cifra de 320 si el presidente de la República hace uso de su prerrogativa, constitucionalmente establecida, de nombrar a hasta cinco personas cuya labor personal quiera ser reconocida por el Estado italiano, pasando a ostentar la categoría de senadores vitalicios.
En ese sentido, aunque este referéndum comparte con el promovido por Renzi el hecho de modificar el poder legislativo, se trata de dos reformas muy diferentes entre sí. El fallido de Renzi (diciembre de 2016) buscaba cambiar la naturaleza del poder legislativo: con la transformación del Senado en Cámara de las Regiones, lo que se pretendía era que hubiera una Cámara (la Baja) donde estuviera representada la soberanía nacional, mientras en la otra (la Alta) estarían los territorios. Ahora, en cambio, el principio fundamental que mueve a esta otra reforma no es otra que ahorrar en gasto político, ya que el Estado dejaría de pagar entre 345 y 350 parlamentarios nacionales. Sin embargo, ello no supondría de ninguna manera el final del llamado “bicameralismo perfecto”, instituido por la Constitución de 1948 y que establece la existencia de dos Cámaras con igual poder legislativo, una anomalía no vista en ningún otro país de nuestro entorno.
En realidad, esta reforma puede interpretarse en clave “populista”, porque fue el partido del populismo en Italia (el Movimiento Cinque Stelle) quien la impulsó. Consideraba esta formación que había que reducir el gasto en personal político, y, ciertamente, no les faltaba razón, pero estudios recientes, como el del reputado execonomista-jefe del Fondo Monetario Internacional Carlo Cottarelli (quien estuvo a punto de ser primer ministro a finales de mayo de 2018) han demostrado que, sobre el conjunto del gasto total del Estado, la reducción de este número de parlamentarios supondría tan solo un 0,001%. Una cifra sencillamente irrisoria.
Lo que sí sucede, en cambio, es que esta reforma, a diferencia de la de Renzi (que nunca tuvo posibilidades reales de salir adelante), sí podría ser apoyada por una mayoría de la población, hastiada de una clase política tan cara como ineficiente. Al menos si atendemos a los posicionamientos políticos, que dicen que la victoria del “sí” estaría garantizada: dentro de la actual coalición de Gobierno, hasta tres formaciones (Movimiento Cinque Stelle, Partido Democrático y LeuU, ya que Renzi y su Italia Viva se decantan más por el “no” o por la abstención) apoyan que salga adelante, y, a su vez, en la oposición, dos de los principales integrantes del centroderecha (la Lega de Salvini y los Fratteli d´Italia de Meloni) están también a favor de dar el “sí” al “taglio”. Si sumamos la intención de voto de estas cinco formaciones en los actuales sondeos, estamos hablando de en torno al 80% de los sufragios, lo que supondría, en la práctica, una contundente victoria de los partidarios de llevar a cabo la reducción de los parlamentarios, reducción que, por otra parte, no tendría carácter inmediato, sino que acaecería cuando se convocaran las siguientes elecciones generales (en febrero-marzo de 2023, a lo más tardar).
Pero una cuestión es lo que diga una mayoría de partidos y otra, bien distinta, lo que vayan a hacer los votantes, en una consulta que, por cierto, tendría que haberse celebrado el pasado 29 de marzo, pero que tuvo que ser aplazada porque las circunstancias de la epidemia del coronavirus lo impedían.
En efecto, aunque sea una mayoría de partidos la que lo apoya, la opinión pública está más dividida de lo que parece. En primer lugar, a nadie se le oculta que esta es la reforma pretendida por un partido, el Movimiento Cinque Stelle, que ganó con mucha claridad las elecciones generales de marzo de 2018, pero que desde entonces se encuentra en caída libre. Tras la dimisión de su líder, el ministro de Asuntos Exteriores, Luigi Di Maio, el pasado 22 de enero, sigue con una gestora y no hay convocado en el horizonte ninguna consulta a su militancia para elegir un nuevo líder. Sobrevive como partido porque aún tiene el grupo más numeroso en ambas cámaras y el PD, que es realmente quien esta gobernando el país (ostenta las dos carteras más importantes, que son Economía y Finanzas (Roberto Gualteri) e Infraestructuras y Transportes (Paola de Micheli)) junto con la persona del primer ministro Conte (quien nunca ha sido militante de Cinque Stelle aunque ellos le ofrecieran ser “premier”), necesita sus votos para dirigir la política nacional.
Así que, aunque sean varias las formaciones las que apoyen el “taglio”, esta reforma es la querida por Cinque Stelle, si bien hay que recordar que la Lega de Salvini fue la que, a través del llamado “contrato de Gobierno” (firmado por ambas formaciones en mayo de 2018), le permitió sacarla adelante en el Parlamento italiano. Así que no son pocos los italianos los que saben que la victoria del “no” sería la puntilla definitiva para una formación sin líder, sin rumbo y prácticamente sin futuro político. Además, Salvini también quedaría tocado por la victoria del “no”, lo que dañaría su imagen de cara a su intento de convertirse en el nuevo presidente del Consejo de Ministros.
Pero hay otra poderosa razón para que el “no” sea el que finalmente se imponga, y es el hecho de que, al ampliarse el tamaño de los colegios electorales, también sube el número de votos necesarios para asignar un escaño (quedaría situado en torno a los 270.000). Lo que generaría un gravísimo problema de falta de representatividad, dada la muy desigual distribución de la población italiana. En efecto, el país está dividido en 20 regiones, pero la población está concentrada en la zona más septentrional, la más pujante con diferencia desde el punto de vista económico. Hagamos una comparación: mientras Umbria, en la Italia meridional, apenas cuenta con dos millones de habitantes, Lombardía, situada en el norte del país, en cambio concentra a nada más y nada menos que 16 millones de personas, en torno al 26-27% total de una nación que suma un total de 60 millones de habitantes. Así que podríamos encontrarnos con algunas regiones muy pobladas (caso de Véneto, Lombardía o Emilia-Romagna) ampliamente sobrerrepresentadas en el nuevo Parlamento mientras otras (la citada Umbria, Calabria, Puglia, etc.) perderían presencia y, con ello, poder e influencia en las decisiones de ámbito político.
Porque, en realidad, lo que el país necesita es convertir una de sus dos cámaras en un lugar de representación de los territorios, y no reducir el número de parlamentarios. En otras palabras, que el Senado sea realmente ese lugar en el que las demandas de carácter territorial puedan ser canalizadas. Y eso es precisamente lo que no sucede: pensar que Matteo Salvini es en la actualidad senador por Calabria cuando en realidad nació y sigue viviendo en Lombardía (a más de 1.000 kilómetros de distancia de la región meridional a la que supuestamente representa) habla, y muy claro, de hacia dónde debe encaminarse la reforma constitucional. Suceda lo que suceda, el tercer fin de semana de septiembre sabremos si hay reducción del Parlamento nacional, o si todo se queda como se estableció hace más de siete décadas en la actual Constitución italiana, que es la que marcó cuántos miembros debía tener el poder legislativo.