La sociedad civil reacciona ante las crisis. Parece que no está, que duerme, pero, cuando realmente hace falta, sale a la calle y toma medidas. Nos lo han contado varias veces estas semanas, en las tertulias de la asociación, personas que tuvieron ocasión de vivirlo en Cataluña durante el intento de golpe separatista. Y lo estamos viendo estos días.
En España, hay una grave desconexión entre sociedad civil y los partidos políticos. Estos funcionan como instrumentos para ejercer el poder y competir por él, no para responder a las prioridades de la sociedad. Cuando coinciden, demasiadas veces lo hacen para intentar usar la fuerza de un movimiento cívico en sus propias luchas, y la ciudadanía lo sabe y lo rechaza. O en palabras de un sabio: “Me revienta que se instrumentalicen y se apropie nadie – y menos un partido político – de los sentimientos de la ciudadanía. Robaron, unos, la solidaridad y el agradecimiento de los aplausos. Roban, otros, el cabreo y la impaciencia de las caceroladas”.
Esa desconexión no es coyuntural, sino consecuencia de las normas e incentivos que los gobiernan. Como decía el escorpión, es su naturaleza, la cual hemos definido con leyes, costumbres y contratos en las últimas décadas, y ahora estamos viendo las consecuencias.
El 15M constituyó un primer amago. La sociedad expresó su hartazgo con un sistema de privilegio y amiguismo y una clase política endogámica, alejada de la realidad y los problemas de los españoles. Podemos y Ciudadanos emergieron como contrapeso al bipartidismo. El primero ha acabado perfectamente integrado en el sistema que quería combatir, y el segundo, atropellado por la artillería del establishment. En la práctica, nada ha cambiado.
Una clase política que no responde de sus actos entraña consecuencias. Unos partidos que venden mensajes de identidad, y no ideas ni programas, y unos líderes sin contrapesos, más mediáticos que competentes, más carismáticos que experimentados en gestión, suponen un riesgo. Porque, cuando estalla una crisis como la que estamos viviendo, corremos el riesgo de tener que enfrentarla en manos de un equipo de “ninistros”, más preocupados por defender su imagen pública que por solucionar problemas, por colocar a sus cuadros en los altos cargos que por asegurarse de que saben hacer su trabajo, y mucho más volcados en la lucha partidista que en la gente a la que gobiernan.
No repasaremos aquí las decisiones tomadas por el Gobierno español durante los últimos cinco meses, desde que la epidemia asomó la cara en China hasta el comienzo de la desescalada. Ya sabemos todos demasiado, pese a sus intentos de ocultarlo, sobre la calidad de esas medidas y su impacto. No debería haber nada más que decir sobre las consecuencias de tener un sistema partitocrático tan deformado como el que padecemos.
Hemos estado viajando sin cinturón de seguridad; era cuestión de tiempo que nos estampásemos contra el parabrisas
Hay quien piensa que esto se debe a otro “cisne negro”, otra circunstancia excepcional: el presidente Sánchez. No es verdad. Su actitud resulta posible porque el sistema se la permite. Al igual que su ascensión, su control omnímodo sobre su partido, su dominio sobre los medios de comunicación, y su abuso de las administraciones. Hemos estado viajando sin cinturón de seguridad, era cuestión de tiempo que el conductor fallara y nos estampásemos contra el parabrisas.
La democracia española necesita reformas urgentemente. Partidos que respondan a sus electores, con listas abiertas, democracia interna y contrapesos frente a los hiperliderazgos. Elecciones que no premien a partidos minúsculos con más protagonismo del que merecen. Administraciones donde solo importe el mérito y la capacidad, y no haya un cargo de libre designación por debajo de director general, ni interinos sujetos al capricho del jefe. Necesita una justicia con el músculo necesario para ser rápida, y por tanto, real. Coordinación entre las administraciones regionales, y centralizar o delegar en función de la utilidad para el ciudadano y no para el partido de turno. Necesita claridad y transparencia en subvenciones y contrataciones. Eficacia medida en lo que hace.
Con cambios como esos, Sánchez no habría llegado a donde está, y de haberlo hecho, jamás habría podido infligir el daño que ya ha causado, ni el que le queda por causar. Porque esto no ha terminado.
En lugar de un sistema abierto, transparente y eficaz, tenemos una situación en la que el enfado y la impaciencia de los ciudadanos se tratan como ataques al régimen, en la que se manipula a las fuerzas del orden y a los medios de comunicación para controlarlos, y se azuza el conflicto civil para intimidarlos, llamando a los “antifascistas” a enfrentarse a los manifestantes. Nos hallamos en una situación que puede desembocar en la mayor crisis económica del siglo, y hasta en una involución democrática, solo porque una banda de incompetentes no es capaz de hacer lo que hay que hacer, ni de admitirlo.
Cabe esperar que la sociedad civil reaccione. No solo en la calle, sino en los despachos y en las urnas. Que el entramado que permite estos excesos caiga. Que la sociedad evolucione, y no solo en sus hábitos de ocio y trabajo.
Decía Yascha Mounk esta semana en el Atlantic que, después de la Primera Guerra Mundial y de la mal llamada “gripe española”, después de que pareciera que nada podría ir bien, llegaron los felices años 20. Es cierto. Pero no olvidemos que, por el camino, cayeron las sociedades aristocráticas y las élites que habían permitido el desastre. Desaparecieron los imperios y muchos de los privilegios, el sufragio se volvió realmente universal (a partir de 1917), y el mundo cambió. Siguió siendo reconocible, por supuesto. Pero el nivel de arbitrariedad y de injusticia social bajó muchos enteros. Al menos, fuera de Rusia.
Esta epidemia se trata ya del mayor desastre en lo que llevamos de siglo. Esperemos que la sociedad española aprenda, y que, en su estela, también deje algunos cambios positivos.