Tras el XX Congreso del Partido Comunista de China, celebrado en octubre del pasado año, quedaba por ver cómo la Asamblea Nacional Popular llevaría a cabo los previsibles cambios y qué tipo de intervenciones escucharíamos. La expectación estaba asegurada y los resultados no han defraudado. Leía estos días un texto sobre China escrito hace unos doce años por Edward Luttwak, una de las figuras de referencia desde hace décadas en el análisis de la seguridad internacional. Durante los años marcados por el liderazgo político e intelectual de Deng Xiaoping la élite política de Pekín había adoptado un tono conciliador con los estados de su entorno, tratando así de garantizar un tiempo de tranquilidad mientras concentraban sus energías en el desarrollo económico y social nacional. Pero poco a poco la situación fue cambiando. Más seguros de sí mismos, con una economía en rápido desarrollo, el tono varió y se hizo más firme. Luttwak recordaba en ese texto algunas lecciones recogidas en los libros de historia. Tener un elevado PIB y disponer de las mejores capacidades militares no siempre es garantía de éxito. Los demás también cuentan. Empujar a los vecinos a unirse contra ti no es necesariamente la opción más inteligente. El poder, la capacidad de hacer e influir, requiere del sacrificio de ganarse la voluntad, simpatía o comprensión de los demás. Disuadir o amenazar no siempre es la mejor opción. En el XX Congreso se confirmó el discurso nacionalista y amenazante de la élite vinculada a la poderosa figura de Xi Jinping. En estos días hemos escuchado al nuevo ministro de Asuntos Exteriores y al propio Xi Jinping volver a este discurso, presentando a China como la víctima de una agresión concertada por Estados Unidos y sus aliados en la región. Si a las palabras sumamos los hechos –la ocupación de islotes en el Mar de la China Meridional y su conversión en bases militares que amenazan la navegación y a los estados limítrofes– es comprensible la reacción de sus vecinos. Están generando en su entorno una sensación de inseguridad que lleva a algunos estados a reforzar alianzas militares –Japón, Filipinas, Corea del Sur, Australia– y a otros a buscar distancia o una posición de equilibrio entre las grandes potencias. Décadas de decadencia y humillaciones por parte de potencias occidentales y orientales han forjado en China un sentimiento de nacionalismo ofendido, una herida en la dignidad nacional sin la que no podemos entender el comportamiento de sus actuales gobernantes. Hoy se sienten fuertes y creen que no es necesario ejercer la prudencia de antaño, la que el viejo y sabio Deng Xiaoping exigía a sus dirigentes. Es más, están convencidos de que esta firmeza es lo que interesa hoy a China, como medio para reordenar las relaciones con sus vecinos y con el resto del planeta. Es, en su opinión, la mejor forma de contener el imperialismo norteamericano. Pero pueden estar cometiendo dos graves errores. El primero es no valorar correctamente a Estados Unidos. Winston Churchill, hijo de norteamericana y político británico que durante años complicados tuvo que tratar con sus equivalentes de la otra orilla del Atlántico, nos explicó cómo la tradición política de Estados Unidos llevaba a un ejercicio diplomático tan incoherente como voluble. Era difícil cuestionarlo entonces y lo es ahora. Sin embargo, continuaba el gran estadista británico, cuando la situación se hacía realmente crítica Estados Unidos se convertía en el más fiable y eficaz aliado, en la potencia de referencia. A pesar de la mala gestión de los conflictos en Afganistán, Irak o Siria, a pesar de las gravísimas tensiones que dividen a la sociedad norteamericana, minusvalorar su capacidad de reacción ante una crisis mayor es una imprudencia. El segundo es no valorar el rechazo a su política en distintas regiones del planeta. Hoy resulta evidente que Estados Unidos ha perdido autoridad, que sus vaivenes e inconsistencias llevan a muchos estados a considerar conveniente marcar una prudente distancia respecto de sus propuestas. Pero esta distancia no implica la disposición a aceptar una hegemonía china, sobre todo cuando se expresa con la tosquedad a la que nos están acostumbrando. El sentimiento antichino está creciendo proporcionalmente a la firmeza de su discurso nacionalista. Tanto los pronunciamientos altisonantes a los que nos están acostumbrando desde Washington como las burdas declaraciones amenazantes de los dirigentes de Pekín son ejemplo de imprudencia y falta de criterio. Echar leña al fuego no contiene las llamas. Estados Unidos y China deberían ser capaces de gestionar su rivalidad con bastante más inteligencia. Los resultados de la Asamblea Nacional Popular confirman una línea de acción, la emprendida por Xi Jinping, que creo será muy contraproducente para los intereses de China y, desde luego, para el conjunto del planeta. De Estados Unidos escribiremos otro día.
China confirma su posición
16 de marzo de 2023
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