Europa ya no mira ni escucha
23 de diciembre de 2019

Hoy en día, Europa está en decadencia. Contrariamente a lo que aparece en los titulares de los medios de comunicación, que lo achacan a una crisis económica y/o política, el declive del viejo continente se debe a una de índole cultural: la crisis del principio originario de Europa, que nació del encuentro entre Jerusalén (las cartas de san Pablo), Atenas (vida contemplativa) y Roma (la técnica). Es decir, la conforman sustancialmente unos valores (los judeocristianos) y el cultivo del espíritu crítico, los cuales enraizan en la escucha y la mirada y que, implícitamente, se han olvidado. Algunas razones que explican esa pérdida de la capacidad de contemplación son el relativismo, el hedonismo y el homo faber.

El relativismo, cuyo epítome se encuentra en el homo mensura del sofista Protágoras, básicamente sostiene que “el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto son, y de las que no son en cuanto no son”. Este se ha convertido en el marco ideológico de referencia en Europa, y ha erosionado su naturaleza. El europeo, que tanta fe ha tenido en la razón y en la ciencia, ya ha dejado de creer en ellas. Si, como afirma el relativismo, no existe verdad; y, si existiera, el ser humano no puede conocerla; y, si la conociera, no sería capaz de explicarla, se llega a que el hombre es incapaz de entender y de conocer el bien, la justicia, la verdad, la belleza, etc. De ello se deriva que el europeo relativista ha renunciado a la contemplación de estos bienes, desde el momento en que estos han perdido su fuerza atractiva. El bien no solo se reduce al reconocimiento, sino que está llamado a la realización. Es más, verdad y bien van juntos, y su resplandor es la belleza.


Urge activar nuestro homo sapiens para rescatar la libertad de pensamiento, de cara a hacer una lectura crítica de los acontecimientos


No resulta banal que para el mundo antiguo (no solo el grecolatino), la belleza constituyera un tema de la máxima importancia, y que toda cuestión relacionada con la felicidad y la búsqueda de la verdad apareciera unida a ella. De hecho, las tres claves de las obras arquitectónicas son firmitas, utilitas y venustas —estabilidad, utilidad y belleza. Sin embargo, la Europa relativista se ha desentendido de esta última y la ha sustituido por el interés (utilitas). Pero, también ha sacrificado la firmitas (no existe la verdad, no hay nada estable). Y, si nos olvidamos de la belleza, dejamos de comprendernos a nosotros mismos.

Paradójicamente, en esta Europa relativista, está muy en boga la palabra negociación. Pero se negocia sobre realidades de las que, en el fondo, no se distingue el bien y el mal, por esa tesis de que el hombre es incapaz de conocer la verdad, el bien y la belleza, pese a que esta es la manera en que se predica toda realidad, incluida la negociación.

Ese relativismo atroz —el todo vale lo mismo— conduce casi por ósmosis a una actitud hedonista. Europa, un continente que no ha escatimado esfuerzos para su reconstrucción después del desastre de las dos Guerras Mundiales (con lo complicado que resultaba que alemanes, franceses e ingleses se sentaran en una misma mesa de diálogo) ha pasado a primar el lema de “voy a pasármelo estupendamente bien”. Esto es, vivir sin espíritu de sacrificio. Y, como señala Florentino Portero, director del Instituto de Política Internacional de la Universidad Francisco de Vitoria, la cultura hedonista en Europa se traduce en que “no hay matrimonios, y si los hay, no quieren tener hijos. A eso se le llama suicidio histórico”. Así, la población europea se halla muy envejecida (con una edad media de 44 años), con unas tasas de natalidad que están alcanzando sus registros históricos más bajos. Algo muy preocupante, dado que, en las relaciones internacionales, el tamaño importa y, de qué manera. Para ser un actor global, se necesita una dimensión poblacional y/o territorial considerable, que Europa, hoy en día, está perdiendo por el suicidio demográfico que propicia la cultura hedonista.

Esta también se puede detectar al nivel de las instituciones o el proyecto europeos, en los cuales falta una visión conjunta de acción exterior frente a ese mundo cada vez más globalizado. Tras haber sido la vanguardia de la ciencia, la razón y los valores, Europa se ha ensimismado. A ello, se le suma la percepción de recelo que regiones como África tienen del viejo continente por su pasado colonial y el comercio esclavista. Estos factores han contribuido a que los países europeos no asuman un compromiso estratégico común (nadie quiere sacrificar nada) para ejercer de actor global. Una vez más, crisis de la escucha y de la mirada, que debería llevar a Europa a plantearse el «a dónde vamos»y/o «cómo respondemos a los desafíos de la posmodernidad».

Por otro lado, la sociedad posindustrial somete al hombre al trabajo de una manera un tanto ruda —actividad de producción— con vistas a privilegiar la utilidad, el rendimiento, la eficiencia, y el producto. De este modo, se da el paso del homo sapiens (el que sabe y contempla), al homo faber (el que trabaja, hace o fabrica, el hombre-máquina de producción). Esto es, la sociedad posindustrial ha llevado al ser humano a entregarse a una actividad frenética, excesivamente secularizada, y amenaza por convertir el mundo en uno, única y exclusivamente, de «días de labor«, en palabras de Josef Pieper en su obra Ocio y la vida intelectual. El hombre huye de la vida contemplativa, del pararse a pensar. Decía Blaise Pascal que todo el mal de los hombres procede de una sola cosa: no saber permanecer en reposo. Solo unos pocos piensan sobre la verdad depositada en el ser de las cosas.

No muchos ciudadanos europeos se detienen a reflexionar con la suficiente atención y rigor las circunstancias que atraviesan sus pueblos. Ni miran ni escuchan. Por ello, el análisis de lo que Francisco Suárez —gran maestro de la escolástica española—  llama resistencia civil se ha quedado hoy en los medios utilizados para llevar a cabo las manifestaciones. Así, interesa más cómo se protesta y no tanto el para qué se hace. Es decir, en la actualidad, las muchas manifestaciones que se emprenden no llevan implícita una profundización acerca de los fines que persiguen, prescindiendo, por tanto, del teleologismo suareciano, el cual entiende que la legitimidad de toda resistencia civil reside en la persecución del bien común o su mejora.

En definitiva, la crisis de Europa radica hoy en la pérdida de la capacidad de contemplación que ha caracterizado a este continente desde que nació de la convergencia de los mundos judeocristiano y grecolatino. No es casualidad que una de las grandes reconstrucciones de la Europa que conocemos la llevara a cabo su propio patrono, el monje san Benito, con su ora et labora.

El relativismo es la punta de lanza sobre la que descansa el desmoronamiento del principio ideológico originario de Europa: los valores judeocristianos y el espíritu crítico. Al desmontar todo el edificio construido sobre firmitas, utilitas y venustas,el europeo ha perdido la fe en la razón y en la ciencia, y se ha suicidado.

Urge activar y entrenar nuestro homo sapiens para rescatar la libertad de pensamiento y la contemplación, de cara a hacer una lectura crítica de los acontecimientos que tienen lugar en Europa y en el mundo exterior. Hay que romper el actual estado vegetativo de la ciudadanía del viejo continente. Resulta imperioso que este haga memoria para recuperar su identidad y construir su futuro con eficacia. Y, para lograrlo, hay que rescatar la escucha y la mirada. De lo contrario, las potencias emergentes le seguirán pasando por encima, hasta el punto de que Europa se vea arrastrada hacia derroteros de los que no es autora.

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