El mito del centro
14 de enero de 2019
Por admin

En las sociedades polarizadas siempre existe una cierta añoranza del centrismo, ese singular espíritu multiforme y de contenido difuso cuyo objetivo es romper el supuesto dualismo irreal, simplificador e imperfecto de la realidad política. Esto ya sucedió en España cuando la vieja AP, muy ligada al franquismo yaciente, y un PSOE muy radical crearon un espacio político en el que convergió una mayoría de españoles preocupados por una reproducción del enfrentamiento fratricida entre la izquierda y la derecha, cuyo final trágico había sido la Guerra Civil. El recuerdo del conflicto fue uno de los elementos utilizados por la dictadura para conservar el poder, y su explotación subliminal por la UCD fue uno de los factores determinantes de su existencia. Cuando esos miedos desaparecieron, lo hizo con ellos la UCD.

Sin embargo, la nostalgia del centro constituye un espejismo o, al menos, una imagen positivamente deformada en el callejón del Gato valleinclanesco. El centro como síntesis ideológica, lo mejor de la izquierda y lo mejor de la derecha, cuando trata de cobrar vida tiende inevitablemente a la esquizofrenia. Como escribió Duverger ,“todo centro está dividido contra sí mismo al estar partido en dos mitades, centroderecha y centroizquierda. Su destino es ser separado, sacudido, aniquilado; sacudido cuando vota en bloque, bien por la derecha bien por la izquierda; aniquilado cuando se abstiene”. El centro es un puro lugar geográfico sin entidad sustantiva, un talente de moderación, pero no es una doctrina política y además está condenado a un desgarro permanente.

Por otra parte, los partidos centristas están incapacitados para desarrollar proyectos políticos coherentes. Como enseñó Sartori, están constituidos básicamente por retroacciones, lo que conduce a las formaciones ubicadas en ese espacio a ser organismos pasivos con tendencia al inmovilismo. Al estar desgarrados en dos, las agrupaciones de centro están condenadas a una estrategia de mediación y de tibieza. No pueden tomar iniciativas claras porque estas las destruirían y, por tanto, son incapaces de llevar a cabo programas con una mínima consistencia. Sus mejores actos se derrochan en buscar compromisos que levanten las menores resistencias posibles.

La búsqueda de una vía intermedia entre dos puntos del espectro político ni es una novedad ni ha significado siempre lo mismo. En la Europa postrevolucionaria, el liberalismo doctrinario representó ese papel entre la revolución y la reacción. A finales del XIX, el corporativismo ofrecía un punto medio entre el capitalismo y el socialismo, y en el período de entreguerras, no se olvide, el fascismo se declaraba como la alternativa al decadente demo liberalismo y al comunismo. Todos los proyectos centristas son prisioneros del componente ideológico que predomina en el consenso social y en un momento determinado; por ejemplo, el liberalismo en los doctrinarios y el estatismo en el corporativismo, el fascismo o la socialdemocracia. Esto es vital porque en la práctica la esencia del centrismo se reduce a una cuestión: ¿Cómo se interpreta y se gestiona desde la derecha y la izquierda el consenso ideológico dominante? Este es siempre y en todas partes el resultado de la acción de políticos de oferta, es decir, de aquellos cuyas ideas desafían el statu quo vigente y logran la aceptación de sus propuestas por la mayor parte de la población, lo que desplaza el consenso vigente a un paradigma distinto. Este condiciona durante un largo período de tiempo las ofertas programáticas de todos los partidos con vocación de gobierno. A esa categoría pertenecen F. D. Roosevelt, De Gaulle, Regan, Thatcher o Erhard.

En ese marco, los políticos centristas siempre son administradores, más o menos competentes, de un consenso forjado por las ideas de otros. Por ello, la bondad o maldad de sus acciones dependerá de la bondad o maldad del paradigma ideológico imperante. Son gestores de la opinión, no creadores de ella. Pueden ser unos liberales moderados, unos conservadores moderados, unos socialdemócratas moderados, unos socialistas moderados…Todo depende de por donde se ponga el Sol. Esta actitud quizá no sea mala en tiempos normales, pero es letal en los de turbulencias que demandan cambio. Ahí, el centrismo muestra una extraordinaria infertilidad.

Por último, la identidad dominio del centro-moderación del sistema político es falsa. Si la franja central de la arena pública está ocupada, los incentivos de los partidos de la izquierda y de la derecha a centrarse disminuyen. Estos no pueden obtener beneficio electoral alguno de moderar sus posiciones y, por tanto, tienden a distanciarse más y más para buscar sus apoyos en los segmentos más radicales. Por ello, la presencia de partidos centristas mayoritarios tiene a coincidir con el desplazamiento a sus extremos, incluso a posiciones antisistema, de las formaciones situadas a su izquierda y a su derecha. Esto conduce al bloqueo de la alternancia y a la degeneración del sistema democrático.

Esta elucubración no es un simple ejercicio teórico. Responde a una realidad concreta, la española, y lo comentado sobre el centrismo se ajusta como un traje a la medida a lo que es y hace Ciudadanos. Además, la emergencia de Vox y la radicalización de la izquierda le permiten jugar ese papel moderador. Sin embargo, Ciudadanos es un símbolo inapreciable de lo que es un partido de centro caracterizado por la indefinición metafísica. Es capaz de pactar con Dios o con el Diablo en nombre de cualquier noble causa y con las mejores intenciones pero carece de un proyecto propio. Por eso no representa ni puede representar el cambio sino, una vez más, la gestión del vigente modelo socialdemócrata; en suma, una versión juvenil por razones generacionales de gran parte de la estrategia socio-económica desplegada por el PP entre 2012 y 2016.

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