La empatía vacía
8 de febrero de 2021

Frente a la división que, hoy en día, parece ser el fenotipo de nuestra democracia, existe un querer común a todos los españoles de bien: construir una sociedad estable y floreciente, en la que la creatividad humana brote espontáneamente para mejorar la vida del hombre. Sin embargo, el camino hacia ella pasa por la recuperación y el trabajo de ciertas virtudes a las que, por desgracia, ha raptado el pensamiento posmoderno, que las ha vaciado de su contenido original. Una de estas pobres rehenes, que resulta imprescindible en el camino de la concordia, es la virtud de la empatía.

Vivimos en una época en la que los sentimientos se han hecho indudablemente con el papel protagonista. La campaña ‘Vota abrazo’ de Ciudadanos constituye un ejemplo bastante evidente. La dimensión afectiva del ser humano, que se había visto ensombrecida por el racionalismo de la época moderna, ha reconquistado el terreno perdido. Esto es bueno. Un hombre que olvide alguna de las cuatro dimensiones que le configuran resulta incapaz de vivir cabalmente como persona. Blaise Pascal decía que “el corazón tiene razones que la razón no entiende”, formulando así su deseo de recuperar la dimensión cordial del hombre. Por desgracia, el camino que hemos seguido en las últimas décadas dista un poco de la reflexión que proponía Pascal. Nos encontramos con que la afectividad, tal y como se expresa hoy en día, no se trata sino de una tiranía del sentimiento autorreferencial. Si la parte afectiva del hombre debería ser la llave para abrirse al otro, la mentalidad posmoderna está haciendo de ella la celda que le encierra en sí mismo. Y el mundo afectivo así entendido no conduce de ninguna manera hacia la empatía. Y, sin esta última, no hay posibilidad de construir comunidad.

Una autora alemana del siglo pasado, Edith Stein, dedicó muchas horas de trabajo a reflexionar sobre esta cuestión.  Esta filósofa se daba cuenta de que el hombre es capaz de vivir en sí la experiencia del otro. “Cuando alguien viene hacia mí ­—decía—, y me cuenta que su hermano ha muerto, y yo noto su dolor, ¿qué es ese notar?”. A esto, ella lo identificó como empatía.

La empática, a diferencia de los meros sentimientos transmitidos, consiste en una experiencia puramente abierta al otro. Lo que hace surgir en el hombre es, si se puede llamar así, la comunión con los demás, porque lo que experimenta en sí tiene su origen en el prójimo, y su finalidad pasa por acompañar a este en su existencia. Ya se trate de la alegría por el éxito de un amigo, ya de la tristeza por su desgracia, no es en ningún caso una vivencia propia la que causa esta alegría o esta tristeza y, por supuesto, estos sentimientos no se vuelven hacia uno mismo, sino que solo encuentran sentido en que pueden compartirse.


La empatía es condición necesaria para el encuentro, pero no suficiente


Esta empatía constituye una condición necesaria para el encuentro puesto que, sin ella, lo único que conmueve el corazón del ser humano es el propio placer. Y esto resulta tan triste como estéril. El sentimentalismo que busca adueñarse de nuestras vidas postula que la causa y el fin de los sentimientos residen en uno mismo. Y, por este motivo, cuando algún afecto se presenta como una posible amenaza al propio bienestar, se rechaza diametralmente. Porque la afectividad posmoderna, que parece no dejarse ya ayudar por la inteligencia, no establece una jerarquía de bienes y, por tanto, concede el mismo valor a la empatía y al bienestar, concebido en su acepción más hedonista. Incluso llama empatía a lo que, en realidad, no pasa de una fingida compasión frente a las vivencias del otro.

Esto lo vemos claramente en el espacio público (la incapacidad de diálogo en el Congreso o el Senado, las apelaciones constantes a las emociones no razonadas…). Es decir, todo aquello que venga a arrancar de nosotros la sensación de comodidad en la que nos empeñamos en vivir, ya sea por poner en jaque nuestras propias ideas, ya por exigirnos actuar fuera de nuestra zona de confort, lo rechazamos sin pestañear, al tiempo que enarbolamos la empatía como bandera de nuestra época. Claro que, como decíamos al principio, se trata de una empatía vacía de contenido, o contenedora de un significado errado.

Pero ¿cómo saber que hemos arrebatado su esencia a esta virtud? En primer lugar, porque la empatía, tal y como la entiende una preocupante mayoría, no es virtud en tanto que no requiere ningún esfuerzo por parte de quien la practica. Resulta muy fácil encontrar ejemplos de sentimentalismo, de palabras aparentemente conmovedoras que no precisan de más trabajo que el pronunciarlas. Sin embargo, no abundan tanto los ejemplos de empatía. Esos en los que se aparcan las propias razones para sumergirse en las de otro. Esos que terminan en un hombro mojado por las lágrimas de alguien con quien no compartes más que su dolor. La auténtica empatía siempre lleva consigo un esfuerzo. El sentimentalismo, o empatía posmoderna, se limita más bien al resultado de dar rienda suelta a las emociones naturales.

Otra prueba de la falta virtud en la supuesta empatía invocada por el mundo de hoy la encontramos en los frutos que nacen de ella. La virtud de la que hablaba Stein se perfilaba como condición imprescindible para el encuentro, incluso para el amor: “El nosotros comunitario tiene en el movimiento empático su fundamento, y si bien la empatía de suyo puede no llevar al amor, el amor supone indefectiblemente el paso por la empatía”. Sin embargo, en la sociedad que dice ser más tolerante y empática, no fructifican sino indiferencia y frialdad, crispación y desencuentro.

Entonces, el primer paso para encaminarnos hacia una sociedad fructífera debería consistir en retomar la amistad con esta amable virtud. Sin embargo, no hay que poner en ella la meta. Una sociedad que trabajase la empatía, pero solo a ella, se acabaría ahogando en el esfuerzo, y no querría otra cosa que volver a abandonarla. Porque la empatía resulta necesaria, pero no suficiente. La tarea de conquistarla urge, en tanto que esto hará del hombre de hoy un ser más capaz de abrirse a la verdad. Y es precisamente la verdad el lugar del encuentro y de la concordia que tanto anhelamos.  

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