El abandono de la verdad
20 de enero de 2021

En los tiempos que corren, parece que hubiésemos abandonado la humanísima tarea de buscar la verdad. La mentalidad posmoderna, unida a la omnipresencia de la tecnología en nuestras vidas, ha hecho de la confusión una molesta compañera de la que, sin embargo, no deseamos librarnos.  Esto se trata de una anomalía, porque en todas las épocas anteriores, el hombre ha sido muy consciente de que necesitaba vivir con una convicción compartida de lo esencial. Sin embargo, hoy, aun conservando ese anhelo de regirnos por la verdad, no queremos ya tomar en serio la tarea de desvelarla.

La verdad es una señora complicada. Algunos hablan de ella como de la mujer de las mil caras. Otros la imaginan férrea e imperturbable, amiga del comportamiento uniforme, al margen de la tarea a la que se esté dedicando. Pocos reconocen la gracia de su misterio, y captan el arrebatador atractivo de toda una vida conociéndola. Y son estos, en su mayoría amigos de filósofos y grandes hombres de la historia, los que deben asumir la tarea de invitar de nuevo a perseguirla con perseverancia.  Como advierte Howard Gardner en su libro Verdad, belleza y bondad reformuladas, que versa sobre las tres virtudes clásicas: “Los seres humanos, mediante una acción meticulosa, reflexiva y cooperativa prolongada en el tiempo, podemos converger cada vez más hacia la determinación de la situación real, hacia la esencia verdadera de las cosas”.

Lo primero que debería plantearse es si, efectivamente, el ser humano tiene o no con una necesidad de conocer la verdad. Si no nos dejamos arrastrar por el orgullo, nos daremos cuenta de que, desde siempre, el hombre se ha tomado en serio el debate sobre cuál sea la manera correcta de mirar la realidad. Desde la antigua Grecia hasta la Edad Media, pasando por Roma, la verdad se ha erigido en el objeto de obras literarias y tertulias, y la causa de largas horas de contemplación y cansadas jornadas de trabajo. El hombre se ha ordenado en todo momento de acuerdo a unas convicciones interiores, apoyadas por convenciones exteriores y, a la vez, ha promovido el debate de unas y otras, en un incesante afán por acertar en el modo de vivir una vida plena.

Por otro lado, el ser humano nunca ha reducido la discusión sobre la verdad a una sola disciplina de la ciencia. Quizás porque nadie, hasta la época moderna, entendía su vida al margen del resto. No en vano, la verdad se deja conocer en todos aquellos aspectos que conforman la realidad. Esto no la desintegra en muchas verdades inconexas, sino que hace brotar verdades diversas, sí, pero integradas, de manera que cada una de ellas orienta la existencia del hombre en un ámbito u otro, y la unifica, permitiendo la transformación del caos de la realidad en un cosmos donde habitar felizmente.

Entonces, ¿la verdad es una? Sí. Pero se expresa aquí y allá, en las silenciosas salas de bibliotecas perdidas y en la mesa compartida de una familia. En la ardua tarea del que trabaja con sus propias manos o en la relajada conversación de unos amigos íntimos. El filósofo no debe tratarse del único interesado en la verdad. Si acaso, compendiará y dará forma a un diálogo sobre la realidad en el que participarán sociólogos, pintores, economistas, políticos, abogados, panaderos, religiosos, personas consagradas a su familia… Todos y cada uno pueden aportar claridad a la labor, y serán responsables de los postulados que, gracias a esta, se vayan asumiendo.


En la sociedad en la que vivimos, emergen tantas verdades absolutas como personas capaces de imaginarlas


Sin embargo, en contra de todo esto, la posmodernidad propone algo distinto. Invita a vivir a cada uno según sus propias verdades. Verdades que surgen, en su mayoría, de una visión limitada de la existencia (en la que la experiencia del otro no tiene valor), o incluso de la opinión de cualquiera que nos resulte simpático en las redes sociales. Somos incapaces de ponernos de acuerdo en cuanto a las normas éticas y cívicas que deberían enmarcar nuestro día a día, a fin de hacerlo más agradable y bello, porque no le damos a la búsqueda de la verdad la importancia que merece. Esto no solo se trata de un atentado contra la dignidad del ser humano (ya que le impide vivir una vida feliz), sino que, además, genera divisiones irreconciliables y, a la larga, mucho sufrimiento. Basta con mirar los gulags rusos o los campos de concentración alemanes y nos daremos cuenta de que nacieron de una sociedad que rompió penosamente con el empeño de desvelar lo verdadero.

Pero no hace falta viajar al pasado. Miremos más bien al presente. ¿Qué está ocurriendo ahora? ¿Por qué hay posturas tan opuestas en el Congreso? ¿Por qué se están aprobando leyes basadas en ‘verdades’ sobre las que no ha habido una reflexión meticulosa y cooperativa? ¿Por qué hemos acabado poniendo en duda la democracia del país que hasta hace poco constituía un ejemplo de virtud democrática? Y más grave aún, ¿por qué seguimos empecinados en que la solución a todo esto pasa por la guerra con el de enfrente? Quizás, nos hemos vuelto tan mezquinos en nuestro individualismo que no somos ya capaces de advertir que tenemos necesidad de que otros nos enseñen lo que nuestra limitación nos impide ver. El individualismo posmoderno nos ha traído aislamiento. El aislamiento, imposibilidad de diálogo. La falta de diálogo ha roto con el debate que buscaba incansablemente la verdad. La renuncia a la verdad ha erosionado la convivencia y ha encendido la mecha del desprecio. El desprecio de unos a otros es solo el principio de un sufrimiento que arrebatará la inocencia a las generaciones que nos siguen.

Además, el individualismo de hoy encierra una sorprendente paradoja. Por un lado, nos separa a unos de otros mediante el muro del relativismo. Por otro, se trata de un catalizador de la manipulación tribal. En la sociedad en la que vivimos, emergen tantas verdades absolutas como personas capaces de imaginarlas. Los ingeniosos autores de esas verdades se refugian detrás de siglas o banderas y acuden al gran mercado que la posmodernidad les ofrece para captar miembros que agranden las filas de su tribu y defiendan con radicalidad su verdad. O sea, su comportamiento resulta tan paradójico como el hecho de que su eslogan consista en negar la existencia de una única verdad, al mismo tiempo que su finalidad se identifica con la idolatría a su verdad absoluta.  Desgraciadamente, la mentalidad posmoderna no ha hecho más que facilitarles la tarea.

A pesar de todo, no desesperemos. Puede haber solución. Todavía podemos desembarazarnos del lastre de la comodidad y la apatía. Estamos a tiempo de recuperar el anhelo natural de encontrar postulados verdaderos. El primer paso consiste en caer en la cuenta de que nos hemos abandonado al relativismo y de que necesitamos urgentemente dar un volantazo para retomar el camino propio del hombre. Una vez advertido esto, tendremos que plantear las preguntas sobre las que queramos obtener una respuesta enraizada en la verdad. Estas preguntas empezarán siendo más amplias. Se centrarán en cuestiones que sirvan de base para otras más concretas. Y así, removidos por las cuestiones más importantes, académicas o prácticas, se generará un diálogo útil, preñado de experiencias intelectuales y vivenciales, que nos permitirá llegar a un punto común a partir del cual nuestra sociedad recobrará su rostro comunitario. Y volveremos a compartir lo esencial. Y la coherencia reconquistará el mundo exterior. Y la paz se adueñará de nuevo de nuestro mundo interior.

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