Satanizar que un proveedor de servicios públicos pueda ser una empresa privada es un disparate intelectual, impropio de una mentalidad del siglo XXI. Hay políticos que se consideran propietarios del dinero de nuestros impuestos, por lo que se adjudican el derecho de imponer un modelo único, el suyo, de provisión de sanidad o educación. Hoy la fórmula que impera en una sociedad moderna es aquella que logre mayor eficiencia para los recursos de todos. Así, lo que debe primar no es si los servicios los presta un organismo público o una empresa privada, sino que el ciudadano pueda elegir entre opciones distintas y obtener la mejor relación calidad/coste.
Quienes gobiernan Navarra debieran inspirarse en el manual “Reinventar el Estado de Bienestar: la experiencia sueca” de Mauricio Rojas. También resulta esclarecedor “Private Choice in the Public Sector” de Karin Svanborg-Sjövall. Estos libros explican las ventajas que tiene un sistema que permita al ciudadano elegir el suministrador de servicios entre la totalidad de oferta, sea cual sea. Si el cuatripartito renunciase a su dogma de considerar que lo mejor es lo público y que lo privado hay que evitarlo, todos ganaríamos, porque una sana competencia aumenta la calidad y reduce los costes, ajustándose mejor a las preferencias de cada uno.
Los consejeros forales hablan mucho de libertad, pero la practican poco cuando se trata de posibilitar ambos modelos de prestación de servicios. Los beneficiarios agradeceríamos poder escoger, tal como ocurre en Suecia. Allí, el puro pragmatismo derribó una ideología que conducía a un gasto insostenible que iba a quebrar el Estado. El modelo de bienestar del país escandinavo está basado en una combinación de financiación pública y libertad de elección privada, de acuerdo a un compromiso institucional que concilia la igualdad colectiva con el derecho individual, sin que entre ambos se den tensiones.
Durante varias semanas he denunciado en estas páginas el sectarismo del Ejecutivo foral contra la Universidad de Navarra y el infierno fiscal que supone la reforma tributaria. Hoy quiero alertar sobre una tercera amenaza: la sustitución de la enseñanza concertada por la pública. La intolerancia contra los que piensan distinto, genuina seña de identidad que caracteriza al cuatripartito, intentará cuanto antes negar el concierto a los centros con educación diferenciada. Caído este modelo, irán luego a degüello a por el resto de colegios concertados. Probablemente esgrima la excusa de que no hay dinero, cuando la realidad es que sí lo hay para las prioridades partidistas.
El Ejecutivo ha generado problemas donde no los había por su obsesión de reprimir a supuestos adversarios ideológicos. Esta razón me mueve a advertir al cuatripartito del ‘roto’ que puede hacer si transforma los centros concertados en públicos. Un profesor de un colegio concertado de secundaria imparte un 15% más de clases a la semana que el de un instituto público y, además, recibe menor salario. Esto supone que el coste de los docentes de instituto se incrementa en un 25% respecto al de un concertado similar. Asimismo, los gastos de mantenimiento que paga el Gobierno a un colegio concertado representan un 60% de los costes reales, lo que implica que convertir a éste en público exigiría añadir el 40% restante que ahora aporta el propio centro. El cuatripartito ya tiene demasiados frentes abiertos y debiera serenar su resentimiento. Al ritmo que crece la contestación social, puede surgir esa desobediencia civil a la que tan proclive era el consejero de Educación cuando fue nombrado.