Un tema recurrente en los debates sobre los sistemas fiscales es el peso relativo que, en los ingresos públicos, debería tener el impuesto sobre los beneficios de las sociedades. Y esta cuestión ha cobrado mayor relevancia en los últimos tiempos debido, fundamentalmente, a la idea de que la presión fiscal que soportan las compañías –en especial, las de mayor dimensión– es demasiado bajo. Y para reforzar este argumento se comparan, por ejemplo, los tributos que paga un trabajador medio y una gran empresa, concluyendo que es evidente que la proporción debería modificarse sustancialmente, elevando la carga fiscal de ésta y aliviando la de aquél. Sólo una muestra: un periódico digital encabezaba, hace tiempo, un artículo con este titular: “Asalariados y autónomos tributan el doble que las empresas”.
La idea tiene, sin embargo, poco sentido, porque se basa en la comparación de hechos muy diferentes. Y –lo más importante– porque una mayor carga tributaria a las grandes empresas no tiene por qué tener como efecto gravar más a un contribuyente “rico” que a uno de renta media. El argumento es fácil de entender con un ejemplo sencillo. Supongamos que, para reducir la desigualdad en la distribución de la renta, elevamos los impuestos que pagan las grandes empresas. Es evidente que los principales accionistas de cada una de ellas verían incrementada su carga fiscal. Pero lo mismo le sucedería a los pequeños accionistas. Un jubilado que completa su pensión con la reducida renta que le produce un pequeño paquete de acciones de una de estas empresas también tendría que pagar más. Puede argumentarse que todos los sistemas fiscales tienen mecanismos para corregir parcialmente estas situaciones. Pero el problema de fondo subsiste. En primer lugar, ¿por qué subir la carga fiscal también al pequeño accionista? Y, además, ¿por qué esta persona debería pagar más si tiene en su cartera acciones de una gran empresa que si ha realizado su inversión en una pyme? Presuponer que las grandes compañías son propiedad en exclusiva de personas adineradas es, simplemente, absurdo. Pero muchos de los proyectos de reforma del impuesto que están hoy sobre la mesa parecen suscribir esta idea de una forma u otra.
Esta forma de enfocar el problema no es nueva, desde luego. Y lo más interesante es que mis argumentos fueron, durante algún tiempo, un elemento fundamental de la crítica al Impuesto sobre Sociedades de lo que podríamos denominar la “hacienda socialdemócrata”, que incluye la redistribución de la renta como una de las funciones básicas del sector público. De hecho, su más caracterizado representante, Richard Musgrave, se mostró siempre escéptico con respecto a este impuesto. En primer lugar, señalaba que no está claro que sean los propietarios del capital los que paguen finalmente este tributo, ya que puede ser trasladado y soportado finalmente, de forma parcial, también por los trabajadores y los consumidores. Y añadía que “la idea de que se trata de un impuesto fuertemente progresivo es muy cuestionable, ya que no garantiza un tratamiento igual a todas las rentas del capital y puede, incluso, resultar regresivo para las rentas más elevadas”. Y concluía: “La equidad del impuesto sobre el beneficio de las sociedades debe valorarse en términos de la carga que soportan las personas, no las empresas”. (Public Finance in Theory and Practice, 1973)
Visión absolutista
Es decir, lo relevante a efectos de justicia fiscal y distribución no es lo que pagan las sociedades, sino la tributación individual sobre la renta, en la que se integran todos los ingresos que pueda tener una determinada persona. Es cierto que pueden encontrarse argumentos para defender la idea de que, al tener una sociedad su propia entidad legal, debería tener también su propia identidad fiscal al margen de quiénes sean sus accionistas. Pero señalaba Musgrave: “Esta visión absolutista del impuesto sobre los beneficios de las sociedades es difícil de defender”. En la práctica los debates sobre este tributo son mucho más amplios y se refieren también a aspectos internacionales muy relevantes en una economía globalizada. Desde hace muchos años ha habido quejas por parte de países que daban mayor peso al impuesto de sociedades frente a los que incidían más en tributos como el IVA, ya que éste tiene desgravación en frontera y aquél no. Y las diferencias de tipos de gravamen en este impuesto han sido objeto de discusión continua en la Unión Europea en el ámbito más amplio de los debates sobre las ventajas e inconvenientes de la armonización y la competencia fiscal. Pero estas son cuestiones diferentes. Lo que hoy hay que replantearse seriamente es esta idea de que uno de los instrumentos fundamentales para lograr mayor equidad fiscal y para reducir la desigualdad debe ser elevar la tributación de las sociedades, y en especial de las grandes empresas. Por ello, no estaría de más volver a estudiar las obras de los grandes teóricos de la hacienda pública, incluyendo, desde luego, a los socialdemócratas como Musgrave.