España, una compulsión confiscatoria
2 de marzo de 2017
Por admin

Asistimos con preocupación a la confirmación de la transformación del PP en un partido sube-impuestos gracias a la acción de su principal ariete, el actual ministro de Hacienda. No es sencillo resumir las diversas “hazañas” emprendidas, por cierto con alto coste en votos, aunque haré un esfuerzo por seleccionar las más destacadas o flagrantes. A finales de la anterior legislatura, en 2015, se promulgó, casi de tapadillo, una Ley General Tributaria que es una máquina de reducción –y en ciertos aspectos hasta de conculcación– de los derechos fundamentales del contribuyente y del ciudadano en un Estado de Derecho. Ley, por otra parte, de enorme trascendencia, al ser la base sobre la que se sustenta el sistema tributario completo. Esa ley se desarrolló, con la aparente intención (alabable) de luchar contra el fraude fiscal, y en principio debería haber aumentado la seguridad jurídica y haber reducido la conflictividad tributaria. Pero, cuando se analiza, no se confirman tan altas presunciones y propósitos. No incorpora ningún elemento decisivo que acote la litigiosidad tributaria ni tampoco parece que la reforma de las consultas tributarias pueda ofrecer mayor seguridad jurídica a nuestro sistema fiscal. Los dos objetivos se conseguirían mejor con una técnica legislativa más depurada. En definitiva, con leyes más claras y criterios más nítidos de interpretación y aplicación. 

En realidad, impulsado por el Ministerio de Hacienda, el Gobierno reformó la ley con la intención de modificar aquellos aspectos que habían recibido jurisprudencia adversa a los intereses de la Hacienda pública por conculcar y abusar de los derechos de los contribuyentes. Por ejemplo, las nuevas potestades de inspección de créditos fiscales ya prescritos, la novedosa sancionabilidad del conflicto en la aplicación de la ley tributaria o la modificación legal de los plazos de duración de las actuaciones inspectoras. Se trataba “simplemente” de corregir por vía legislativa lo que era jurisprudencia favorable al contribuyente. Ese es el gran talón de Aquiles de una ley cuya consecuencia real –fuesen cuales fuesen sus intenciones– ha sido la disminución de las garantías jurídicas de empresas y ciudadanos. De ello hay clamorosos ejemplos: la ampliación de la potestad de comprobación e investigación de la inspección tributaria más allá de los límites precisos de la prescripción o la ampliación del plazo máximo de las actuaciones inspectoras. O, también, la deficiente técnica arbitrada para sancionar supuestos de elusión fiscal desconociendo las exigencias del principio de legalidad sancionadora. 

Existen otras “hazañas”. Especialmente preocupante es la confirmación de la reforma penal emprendida acerca del delito fiscal, lo que posibilita la exacción por vía ejecutiva de la deuda tributaria antes de existir sentencia condenatoria. Es el único delito en el que se exigirá la responsabilidad civil derivada del mismo sin tener una condena firme: ni siquiera con los delitos más graves que nos repugnan a todos. Por supuesto, lo que motiva nuestra crítica no es el fin –defendible– de luchar contra las formas extremas de delito fiscal, sino la pérdida de garantías jurídicas de ciudadanos y empresas, difícilmente admisible en un Estado de Derecho. Todo eso visibiliza las consecuencias reales de estas políticas del ministro de Hacienda, que nos llevan a un estado de excepción tributaria en el que los ciudadanos que pagan impuestos ven suspendidas sus garantías jurídicas sine die. 

Dudas constitucionales 

Se puede mencionar también la reciente reforma del Impuesto sobre Sociedades, en la que la redactora de la norma reconoció públicamente que eran medidas “recaudatorias y de difícil justificación técnica”. Dicha norma afecta al principio constitucional de capacidad económica, al limitar la deducción de la doble imposición, y ofrece serias dudas constitucionales por la retroactividad que impone. ¿Se imaginan la imagen de España cuando, por ejemplo, una filial de una multinacional extranjera tenga que explicar a su matriz que ha realizado una planificación fiscal de 2016 sobre unas normas que se han cambiado en diciembre, produciendo además un no desdeñable agujero en sus cuentas? Estamos ante una forma curiosa de defender la marca España. Con estos defensores, ¿para qué nos hacen falta enemigos? 

Tampoco se pueden olvidar ciertas filtraciones interesadas de datos fiscales de figuras importantes del otrora partido conservador; lo que, en cualquier país serio, habría tenido consecuencias muy graves para sus autores. Castigar actuaciones de ese tipo debería ser un principio irrenunciable del propio sistema. Pero no lo ha sido. Que algo tan preocupante haya quedado en nada es síntoma evidente de la situación en la que estamos: un estado tributario excepcional con ciertos rasgos de escarnio público. 

Por lo demás, si verdaderamente se llega a negociar el nuevo sistema de financiación autonómica, veremos apuntar por el horizonte nuevos nubarrones recaudatorios. No cabe demasiada duda de que la inclinación del actual ministro de Hacienda es limitar, si no acabar, con la autonomía financiera de todas (o, al menos, de ciertas comunidades autónomas), en especial de la Comunidad de Madrid, que sigue la política –legítima– de reducir la presión tributaria. 

El éxito rotundo de la política de impuestos bajos de Madrid contrasta con el fracaso de la política de impuestos altos del ministro de Hacienda, y ésa es una comparación que éste último quiere evitar a toda costa: no acepta que el espejito mágico le diga que hay alguien que lo hace mejor haciendo lo contrario. Éste es el motivo de fondo de la tramposa “armonización”. El Gobierno central, con honrosas excepciones como el ministro de Fomento, Íñigo de la Serna, prefiere una supuesta “igualdad” consistente en imponer un dogma a todas las comunidades, pasando por encima de la legítima libertad razonable de que debe disponer cada una. Ya señaló Milton Friedman que cuando ocurren estas cosas ni se protege la igualdad ni la libertad. Y un último comentario, ya puestos a armonizar. Cuando algunos reclaman y proclaman una supuesta “armonización” fiscal, ¿no sería mucho más urgente y necesario que reclamasen y proclamasen urbi et orbi la armonización de la Educación o de la Sanidad?

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