Benito Arruñada (Vegadeo, Asturias, 1958), catedrático de Organización de Empresas de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, es un hombre sin miedo a decir lo que piensa. No todos son tan valientes para apelar a la responsabilidad de los ciudadanos, demasiado acostumbrados a que el Estado les exima de sus deberes y, por qué no, de la culpa.
Pregunta.– El populismo está en todas partes.
Respuesta.– Lógico. Es un truco fácil. Su esencia es convencer a las masas de que todos sus males son culpa de otros, ya sean los judíos, la élite o los españoles. Pero el fin es siempre manipular a la masa para tomar el poder. Ha florecido en política pero también lo vemos en algunos jueces que basan sus decisiones en la voluntad popular. Incluso presumen de ello en la prensa, como hizo el juez Velasco al decir que «Los jueces ten[ían] que interpretar la ley conforme al pueblo».
P.– ¿Hay entonces sentencias «del pueblo»?
R.– Al menos en materia penal y a juzgar por lo que decía este juez. Pero también en materia civil, como sucedió con la sentencia de los suelos hipotecarios. Estos jueces, cuando el legislador no legisla pero creen que el pueblo lo pide, de hecho se ponen a legislar. Olvidan que si tenemos una democracia representativa es precisamente para decidir ese tipo de cuestiones complejas. Cuando el juez interpreta la voluntad popular, también suele caer en el populismo y, desde luego, está expandiendo su poder sin apenas control ni responsabilidad.
P.– ¿El Gobierno de Rajoy es también populista?
R.– No, si entendemos como populismo calentar a las masas para alcanzar el poder. Ahora bien, en las políticas que se hacen sí hay rasgos crecientes de demagogia populista, como la dicotomía élite-masa. Volviendo al tema hipotecario, de un lado están los pobres deudores y del otro los bancos malos. Esa simplificación es perversa. En ambos lados hay buenos y malos, y debemos diferenciarlos por su bondad o maldad, no por ser deudores o bancos. Quien se endeudó frívolamente debe pagar por ello. Lo mismo que el banco que haya engañado. Pero es esencial no tratar a todos los deudores como santos y a todos los bancos como demonios. Si no, quienes acaban sufriendo son los deudores futuros, pues no habrá hipotecas para las personas del tipo a las que hoy liberamos de pagar, que a menudo son las más humildes.
P.– El único consenso alcanzado en materia de educación es que los niños puedan pasar de ciclo sin aprobar.
R.– Algunos creen que la manera de frenar el fracaso escolar es negarlo y regalar titulaciones. Habría que resolverlo haciendo que más alumnos superasen los exámenes. Lo grave no es que tengamos un alto fracaso escolar sino que además este fracaso se produce con una exigencia muy baja. Y temo que, cuanto más lo bajemos, más fracaso habrá, porque enviamos la señal errónea. Pero la culpa no es sólo del sistema. Todos somos responsables, profesores y padres.
P.– Uy… ¿exigencias a los padres?
R.– La situación de España es la que queremos los ciudadanos. Nos negamos a reconocerlo pero sólo tenemos los problemas que elegimos tener. Nuestros políticos toman decisiones perniciosas, a menudo a sabiendas, no porque sean corruptos o incompetentes sino porque nos obedecen. ¿Los ciudadanos queremos más gasto público con impuestos bajos? ¿Pensiones con jubilación temprana y buena sanidad para alargar la esperanza de vida? Nos lo dan todo mientras puedan aumentar la deuda pública. Lo mismo con el empleo: como queremos proteger al empleado, nos dan la mayor protección de Europa. En consecuencia, nadie quiere tener empleados, y menos fijos, por lo que acabamos montando un régimen insensato de empleo temporal. Pero luego aborrecemos a los mercados cuando se niegan a prestarnos más dinero o cuando, pese a haber paro, las empresas evitan contratar empleados. Siempre olvidamos que dos no contratan si uno no quiere. Y cuando vienen mal dadas, nos revolvemos contra el político que tan sólo hizo lo que le pedimos. Buscamos excusas por doquier menos en nosotros mismos.
P.– ¿Con la educación pasa lo mismo?
R.– Sí, en la medida en que echamos la culpa al sistema pero éste está en manos de los padres más activos. Se han ido imponiendo normas sociales de baja exigencia y es imposible salirse de ellas, excepto para quien pueda pagar un colegio privado o comprar piso en un barrio caro, que son los que tienen buenos colegios públicos. Así que aquellos que querrían mayor exigencia acaban rebajándola para adaptarse a la norma social, ya se trate de deberes, de horarios o de móviles. Necesitaríamos más libertad y competencia. Hoy, quienes prefieren una exigencia baja hunden a quienes preferirían exigencia alta. Debería suceder al revés.
P.– Muchos titulados no encuentran trabajo.
R.– Sí pero concentrados en carreras sin demanda, que incluso reducen su productividad. Simultáneamente, las empresas no encuentran personal para puestos cualificados y se quejan de la mala actitud de muchos jóvenes. Pero ¿qué hacemos? Decir que tenemos la generación mejor preparada.
P.– ¿No lo cree así?
R.– Es un mito. Sirve para evitar responsabilidades. Quien cree que las nuevas generaciones están preparadas concluye que padres y profesores lo hemos hecho bien. Luego, cuando no encuentran el empleo que cree merecer, ya no culpa a quienes les educamos sino al empresario, al mercado o al Gobierno, por no crear mejores empleos, como si estos fueran sólo cosa de una de las dos partes.
P.– ¿Estamos creando una sociedad irresponsable?
R.– Quizá haya algo de eso. En lugar de ciudadanos con deberes y derechos abunda el príncipe sólo con derechos. Es normal que una persona con dos o tres títulos se frustre cuando no encuentra un empleo que le satisface, pero debería preguntarse si no se habrá dejado engañar con esos títulos. Esa frustración abastece el populismo en el hijo pero también en los padres porque quieren creer que le han educado bien. Temo pensar cómo reaccionarían ante una crisis profunda.
P.– Pero, ¿vamos hacia otra crisis? Según Rajoy, ya la hemos pasado.
R.– Sí, pero a nuestro modo. Tenemos una deuda estratosférica y dependemos del apoyo de BCE. Es discutible cuánto de nuestro crecimiento es artificial y apenas hemos hecho reformas estructurales. La regulación laboral sigue siendo muy rígida y muchas instituciones disfuncionales. Y luego están todas las tensiones que vive Europa, además de la tentación proteccionista. Afortunadamente no caímos en el pro- teccionismo comercial durante la crisis. De haberlo hecho se habría agravado, como en los años 30. Si hubiera otra crisis, podría ser peor, porque hoy el riesgo de proteccionismo es mayor.
P.– Se critican las políticas de derechas del PP.
R.– España es de izquierdas y la política se adapta. El PP está a la izquierda de los partidos de derechas europeos. Y desde luego, muy a la izquierda del Partido Demócrata de EEUU. Respecto a sus reformas, la izquierda las critica y el propio PP presume de ellas, pero en realidad están casi por hacer. Supongo que el paripé nos tranquiliza porque sólo queremos reformas mágicas e indoloras.
P.– ¿La culpa de la crisis la tenemos los ciudadanos?
R.– En democracia, ¡cómo no la va a tener el ciudadano! Nos cuesta mucho responsabilizarnos. ¿Qué gobernantes tenemos? Los que votamos. Pero las crisis no tienen culpables. De lo que sí somos culpables es de agravarlas, con nuestra imprevisión e indolencia.
P.– Dicen que, con la robotización, en unos años se debería implantar la famosa renta universal.
R.– No veo la conexión. Sí veo que nuestras leyes laborales llevan a preferir robots a empleados. Y que algunos quieren agravarlo poniéndoles impuestos a los robots. Supongo que exceptuarían los robots domésticos, como también hacen ya en lo laboral, pues el servicio doméstico sí que está liberalizado. Es la hipocresía más reveladora de nuestro falso izquierdismo: protegemos al empleado excepto cuando somos nosotros los empresarios.
P.– El liberalismo económico apenas se ha aplicado.
R.– Hace unos 150 años sí se hizo una política liberal, de la que aún vivimos, pues fue entonces cuando se pusieron los cimientos del Estado moderno. A finales del XIX se inicia una regresión que llega a su culmen en los 40. Luego, se empieza a liberalizar con el plan de estabilización y la entrada en la Unión Europea, pero lo hemos dejado a medias.
P.– ¿Por qué tiene mala prensa la globalización?
R.– Porque los miles de millones que ha sacado de la pobreza no nos interesan. Nos gratifica apadrinar a un niño con nombre y cara, pero que ese niño se eduque, se valga por sí mismo y compita con nosotros, eso ya nos gusta menos. Queremos consumir productos baratos pero que nuestros propios servicios sigan siendo caros.
P.– A los políticos de Ciudadanos no se les cae de la boca lo de las puertas giratorias.
R.– Eso, ¿no era más de Podemos? En todo caso, también a eso se le da un tratamiento maniqueo. Se habla mucho de puertas giratorias con la empresa pero poco de las que hay con la Administración. Para un profesional, saltar a la política tiene unos costes tremendos. En cambio, un funcionario no sólo recupera su plaza con antigüedad sino que cobra un extra vitalicio. Hemos llenado la política de burócratas. No se extrañe de que sólo sepan tratarlo todo con el BOE. O de que en el ámbito judicial surjan graves conflictos de intereses.
P.– ¿Qué le parece que de Amancio Ortega se critique hasta su altruismo?
R.– Lo de Amancio Ortega es sangrante, no tanto por la envidia como por el desprecio que suscita. Fíjese que mucho intelectual sigue creyendo que nuestro Ortega importante es un filósofo. Además, un filósofo que lideró un populismo intelectual pernicioso, que primero encendió la hoguera y luego se lavó las manos. Y la extrema izquierda no traga que alguien se haga rico sirviendo a los demás. Parecen detestarle más que a los corruptos.
P.– ¿Qué papel juega la prensa?
R.– La privada, el de correa de transmisión. Distribuye lo que le demandamos. Quizá la concentración de la TV sea grave: permite a cada grupo ocupar todo el espectro de gustos e ideologías mediante canales extremados. Con canales independientes, tendrían que cubrir más mercado y serían menos extremistas. También es pernicioso el partidismo de los medios públicos, pues sirven a una minoría.
P.– ¿Cómo ve el problema catalán? Puigdemont ya ha puesto fecha al referéndum.
R.– Complicado. No es sólo que la independencia sería traumática sino que los planes que se han filtrado describen un Estado autoritario y sin separación de poderes.
P.– ¿Y cree que eso menguará el apoyo?
R.– Sí. Quizá por eso los han desmentido, pero sin dar explicaciones y manteniendo el secretismo.
P.– ¿A qué se debe el repunte del independentismo en los últimos años?
R.– Al éxito de las películas de buenos y malos, que se usan en las crisis para copar el poder. Con el agravante de que esa historia falsa se ha pagado con dinero público. El famoso suflé del independentismo no es transversal. Los datos muestran que se concentra en quienes, además de hablar catalán en casa, se informan a través de medios dirigidos por la Generalitat. El president Tarradellas lo vio venir. Ya en 1981 advirtió de que las políticas de Pujol eran nocivas porque dividían a los catalanes. Han pasado 36 años y estamos muy divididos.
P.– ¿Ve factible que se llegue a algún acuerdo?
R.– Un buen acuerdo es difícil porque debería impedir que, como los anteriores, sirva para seguir desuniéndonos. ¿Cómo se garantiza eso?
P.– Se habla de plurinacionalidad.
R.– Sería inútil pactar sobre palabras que cada uno entiende de forma distinta. Sólo se generaría más conflicto.
P.– Es usted pesimista…
R.– No me veo pesimista sino realista. El optimismo infundado es el refugio del oportunista, del vendedor de magia. Podemos solucionar nuestros problemas, pero las soluciones no son gratis y requieren el esfuerzo de todos, empezando por reconocer cada uno nuestra propia responsabilidad.