Y Atlas se cansó…
27 de mayo de 2019

Con medio siglo a sus espaldas llega a las librerías españolas La rebelión de Atlas, de Ayn Rand. Su publicación ha de ser celebrada por tres razones básicas. La primera, porque constituye una de las fábulas liberales más potentes del siglo XX; la segunda, porque acerca a los lectores una autora poco conocida en España, y la tercera, porque tiene una extraordinaria actualidad a la vista del discurrir político, social, económico y cultural de Europa y de esta vieja piel de toro. Hay que felicitar a Ediciones Deusto por su decisión de editar la obra completa de esta brillante y audaz intelectual ruso-norteamericana, cuya apasionante vida daría material suficiente para convertirla en la heroína de una de sus historias.

Ayn Rand construyó un sistema filosófico completo. Una metafísica que concibe el mundo como una realidad objetiva y perceptible; una epistemología que permite comprenderla y conocerla a través de la razón, y una ética basada en el “egoísmo”, cuya finalidad es proporcionar la felicidad al ser humano dentro del marco institucional propicio: el capitalismo liberal. En grandes líneas, esta es la filosofía denominada objetivismo. Al margen de la abundante literatura a ella consagrada, su mejor síntesis se encuentra en una novela, La rebelión de Atlas, considerada con la Biblia el texto más influyente en Estados Unidos desde su aparición en 1957.

Cuando se habla de moralidad, o bien se atribuye su origen a algún tipo de autoridad externa o bien se la considera una cuestión subjetiva. Para Rand, la moral deriva de la racionalidad del hombre y sirve a un único propósito: la preservación de su vida. Este es el estándar valorativo frente al cual ha de enfrentarse cualquier principio ético con pretensiones de inspirar la conducta humana. El interés propio es la base racional de la moral y su despliegue ha de realizarse sin interferencias de ningún tipo porque de ello depende la supervivencia del hombre: un ser libre y responsable de sus actos.

El criticado y mal entendido egoísmo randiano no es asocial; su puesta en práctica necesita de la cooperación de los demás plasmada en transacciones e intercambios materiales o inmateriales mutuamente beneficiosos para las partes en ellos involucrados. Tampoco rechaza o es incompatible con la generosidad, con la compasión o con la simpatía hacia otros, siempre y cuando esas actitudes sean la expresión de decisiones libres y, por tanto, valiosas para quien las acomete. Sin embargo, para el objetivismo es inaceptable usar la coacción o la violencia, pública o privada, sobre unos individuos para favorecer a otros. El hombre concreto es un fin en sí mismo. Nadie puede obligarle a sacrificar su vida, su libertad o su propiedad en beneficio de terceros.

El pensamiento randiano tiene una enorme actualidad en una España, infectada por el virus de una hipócrita moral del autosacrificio que nos exige vivir para los demás. Este falso patrón de moralidad no busca su justificación en el valor en sí de los actos de los individuos, sino en la identidad de quienes sacan provecho de ellos. Servir a otros es bueno; servirse a uno mismo, malo. La asunción de este enfoque impide diferenciar entre los gánsters y, por ejemplo, los empresarios. Ambos son perversos porque están guiados por su interés propio. Los mafiosos explotan a una determinada gente mediante la fuerza y los emprendedores se enriquecen a costa de otra a través del mercado. Esta visión es asumida por buena parte de la sociedad española.

Ahora bien, una doctrina que obliga a los individuos a actuar contra sus propios intereses no promueve ni la solidaridad ni el respeto ni la cohesión social. Incentiva a que amplios sectores de la población se conviertan en parásitos, exageren sus carencias y necesidades en lugar de abordar esas situaciones con esfuerzo, talento y creatividad. Esto termina creando un profundo y mutuo resentimiento entre los saqueadores y los saqueados. Quizá estos calificativos resulten exagerados u ofensivos para algunos, pero no se alejan demasiado de la realidad o, al menos, de su percepción por un observador imparcial.

Para Rand, los derechos no son algo otorgado por la sociedad sino una protección frente a ella. Por tanto, la función básica del Estado es garantizarlos. Las leyes han de prohibir determinados actos, no amplios y vagos conceptos; castigar conductas concretas, no genéricas y hacer cumplir los contratos. Pero el Gobierno no tiene legitimidad para intervenir en la vida intelectual o moral de los ciudadanos ni para decirles cómo han de comportarse o cómo han de pensar. Solo las personas tienen derechos porque solo ellas están dotadas de existencia real. En consecuencia, hablar de derechos grupales es triturar a aquellas en una maquina colectivista.

Por último, La rebelión de Atlas plantea una sugerente ucronía. Cansados de ser explotadas y vilipendiadas por los extractores de rentas, las personas más creativas y productivas deciden ir a la huelga y dejar el país en manos de aquellos. Desprovista de su talento y de su liderazgo, la economía colapsa. Esta decisión la escenifica Rand en los siguientes términos: “Si viese usted a Atlas, el gigante que sostiene al mundo sobre sus hombros, si lo contemplase de pie, con la sangre latiendo en su pecho, con sus rodillas doblándose, con sus brazos temblando, pero todavía intentando mantener al mundo en lo alto con sus últimas fuerzas, y cuanto mayor sea su esfuerzo, mayor es el peso que el mundo carga sobre sus hombros, ¿qué le diría usted que hiciese? […] Que se rebele”. No se tomen esto al pie de la letra.

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