Bildu y el nuevo nacionalismo
15 de enero de 2020

En 1477, el rey Fernando el Católico fue nombrado señor de Vizcaya por la población de Guernica y juró defender los fueros del pueblo vasco. Esta voluntad de integrarse con el Reino de Castilla nace del pueblo vizcaíno, el cual participó posteriormente en las grandes gestas históricas del imperio español. Este hecho ha pasado inadvertido para el nacionalismo vasco, ya que cualquier política de esta índole construye un relato sesgado.

El problema del nacionalismo no es el fin que persigue, sino el modo de justificarlo y de operar para conseguirlo. El juramento de Fernando el Católico y la fidelidad del pueblo vizcaíno es un hecho, entre muchos otros, enterrado para hacer prevalecer una visión de la historia. La ideología nacionalista consiste primordialmente en una filosofía de la historia, una manera de entender su acontecer: la existencia de una nación eterna y primigenia que, independientemente de la acción política o la voluntad de un pueblo, siempre predomina. En otras palabras, aunque el pueblo vasco haya querido integrarse en el Reino de Castilla y, posteriormente, en el de España, el nacionalista siempre argumentará que, bajo esa circunstancia histórica, subyace una nación antagónica de lo español. Por tanto, toda voluntad política que discrepe de lo que el nacionalista considera ‘lo vasco’ es calificado como una traición. Y, por el contrario, toda decisión política que se adapte a su discurso forma parte de la verdadera historia de esa nación.

Según esto, resulta perfectamente comprensible que la interpretación de Sabino Arana, padre del nacionalismo vasco, sobre el origen de la degeneración de Vizcaya se remonte a esta fecha simbólica, en la que los traidores (los vizcaínos) se sometieron al poder del rey Fernando. A juicio de Arana, el pueblo vasco introdujo por influencia de los españoles la forma señorial (la aristocracia), una institución fatídica ajena completamente a la organización política de Vizcaya. Por tanto, ningún nacionalista aceptará que, gracias a esta integración, que se realizó por deseo propio, este pueblo pudo participar muy activamente en el desarrollo del imperio.

Alfredo Cruz Prados, en su libro El nacionalismo, una ideología, señala que la ley que rige la historia es la nación, por atemporal, por trascender lo histórico, por permanecer inalterable a lo largo de los siglos. Uno de los argumentos más repetidos en el debate actual es la existencia de un espíritu, de una esencia de lo vasco o lo catalán. Esta idea de la nación como sociedad natural, como una realidad colectiva preexistente, responde a una visión introducida por el Romanticismo, según la cual la historia es, esencialmente, historia de las naciones, historia nacional. Por eso, no se la observa conforme a los hechos, sino bajo la perspectiva del discurso nacionalista, que mide todo acto como nacional o no, y establece una dicotomía que rige lo verdadero o lo falso.

Si la historia es nacional, entonces, la política debe adaptarse a las necesidades de esa nación supuestamente preconfigurada, y se convierte así en instrumento para su construcción. José Luis González Quirós, en su libro Una apología de un patriotismo, advierte de que “los problemas territoriales que afectan a la supuesta identidad de cualesquiera comunidades políticas no pueden tratarse como cuestiones ontológicas respecto de presuntas esencias históricas o políticas, sino como conflictos entre personas que deben resolverse democráticamente”. Lo que provoca este esencialismo político es justamente la negación de la libertad humana, la libertad de embarcarse en nuevos proyectos políticos.

Si la política se trata de un instrumento, se debe a que, como señala Cruz Prados, el pasado fundamenta la validez y legitimidad de las decisiones. Se erige en pauta de cómo debe ser el futuro: “En el pasado se encuentra la razón del futuro”. Si dos pueblos se han declarado enemigos (o al menos, supuestamente), deben seguir siéndolo por razón del pasado. Por eso, la única manera que tiene el nacionalismo vasco o catalán de sobrevivir consiste en perpetuarse como enemigo de lo español. Si nos fijamos bien, solo existe lo vasco en contra de lo español, sin distinguir la gran variedad de matices que se han producido a lo largo de la historia. El nacionalismo no contempla la posibilidad de realizar un nuevo proyecto político que supere la diferencia, porque el futuro está determinado por el pasado, porque su justificación se basa radicalmente en ella. Esta constante enemistad lleva al nacionalismo a valorar lo autóctono por el simple hecho de serlo y a rechazar lo foráneo por lo mismo: “La incorporación de elementos foráneos no es apreciada como un enriquecimiento de lo propio, sino como una desnaturalización de lo autóctono, como una corrupción de lo nacional”.

Sin embargo, la idea de que existe una nación como esencia inmutable se trata de una falacia. En el fondo, se crea a partir de la ideología nacionalista. Cruz Prados cree que “la defensa nacionalista de una pretendida identidad y comunidad cultural se emprende de una manera contrafáctica, es decir, que tiene lugar cuando los rasgos que fundan esa identidad y a los que se apela para reivindicar su existencia, han desaparecido ya casi por completo”. Es el caso del nacionalismo vasco y su apelación al euskera como seña de identidad. El propio Sabino Arana reconoce que esta lengua se hallaba relegada a pequeños núcleos rurales. El objetivo, por tanto, pasa por nacionalizar a través del lenguaje todas las esferas de la vida social, para convertir el idioma en una realidad nacional. En esto se resume el proyecto político que, actualmente, está acometiendo Cataluña a través de la manipulación histórica y la imposición del lenguaje.

Con todo esto, lo novedoso del asunto no reside en las contradicciones y deficiencias teóricas del nacionalismo, sino en la forma que adopta hoy en día. La autodeterminación del pueblo vasco constituye el primer punto que desarrolla Bildu en su programa de partido. Sin embargo, en el último, titulado Contra el racismo y la xenofobia, abogan por “una defensa activa del concepto inclusivo de ciudadanía universal, que implica que las personas son sujetos de derechos y de responsabilidades en base a su condición humana. En consecuencia, no pueden ser privadas de ninguno de estos derechos en función de su lugar de origen, raza, sexo, etnia o nacionalidad”. Este principio resulta muy sorprendente, al incurrir en una incongruencia más profunda. Por un lado, Bildu define qué es Euskal Herria y quién es propiamente vasco. Por otro, afirma que los seres humanos no están determinados por su nacionalidad. En el fondo, se trata de una forma estratégica del partido de adaptarse a los postulados del liberalismo moderno.

El cosmopolitismo, elaborado en primer lugar por los estoicos, reconoce que todos los seres humanos formamos parte de una comunidad universal que va más allá de las fronteras nacionales. Este concepto fue desarrollado más tarde, en la Modernidad, por filósofos como Grocio, Locke o Kant, cuyas tesis darán lugar a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, las instituciones internacionales y los tratados globales. El cosmopolitismo tiene una visión antropológica apriorística, es decir, que solo se da bajo condiciones ideales. En otras palabras, se entiende al ser humano de forma abstracta, lo que alumbra conceptos como “ciudadano universal” o “derechos universales”, cuyo único nexo de unión se encuentra en la condición de ser humano. Los vínculos restantes, como la cultura, la lengua, la historia o la religión, quedarían subordinados a un segundo plano, de forma que no implicarían ningún obstáculo para la constitución de una sociedad global.

Sin embargo, nosotros no somos el concepto universal de ser humano, desligados del espacio, la sociedad, la familia, la lengua, o la cultura en la que nos envolvemos. Pretender hablar del ser humano en general se trata de una abstracción sin sentido. Buena parte de lo que nos define depende de lo que hemos recibido, de la identidad de la patria en la que hemos nacido. De hecho, lo humano no puede entenderse sin lo político, por mucho que intentemos generalizar una forma universal de la humanidad. Lo propiamente humano consiste en reconocerse en sociedad, comprender el legado de nuestros antepasados, y responsabilizarnos de él de cara al futuro. González Quirós así lo señala: “El hombre es un ser natural, pero es, por encima de ello, un ser moral, alguien que hereda una determinada visión de la realidad, de su inserción en el mundo y del sentido de la vida, que va mucho más allá de lo que nos darían las meras indicaciones de la naturaleza huérfana de amparo social”.


Uno de los rasgos del nacionalismo es que se amolda estratégicamente a las necesidades históricas para seguir operando


Bildu, en su programa, mezcla su teoría nacionalista con el cosmopolitismo. Sin embargo, esta combinación se revela imposible cuando se advierte que, si un Estado trata de la misma manera a cualquier “ciudadano universal” y no da a los suyos algo distinto de los demás, de los extranjeros, entonces, ¿qué adhesión tendrá un ciudadano con su Estado, cuando para él dicho Estado no significa más que para el resto? Por tanto, ¿dónde radica lo decisivo?, ¿quién es vasco y quién no, o quién humano? Porque si lo decisivo se encuentra en quién es humano, entonces la condición vasca resulta irrelevante, no sirve como criterio político. En el fondo, Bildu viene a decir que lo que se le puede dar a un vasco es idéntico a lo que se le puede dar a cualquier ser humano. Por tanto, no tiene sentido crear un Estado para los vascos si se les va a conceder ni más ni menos que lo que se le otorga después a cualquier otro.

 ¿Por qué el nacionalismo se aferra a su propia contradicción? Porque uno de sus rasgos consiste en la definición estratégica. Según las condiciones históricas, se amolda a las necesidades con el fin de seguir operando. Por eso, ahora Bildu trata de comulgar con el pensamiento cosmopolita e internacional, aunque esto resulte totalmente incoherente. Como señala Cruz Prados, el nacionalismo vasco constituye un claro ejemplo de adaptabilidad. Arana pensaba que el catolicismo se trataba del rasgo más esencial y valioso de la identidad vasca. Pío Baroja creía, por contra, que la auténtica era la Vasconia pagana, que había sufrido un proceso de romanización y cristianización. Las tesis anticristianas se consolidaron durante la dictadura franquista, ya que, si el franquismo se definía como un Estado católico, esta religión dejaba de representar un aspecto decisivo para definir lo vasco, que necesita de elementos diferenciadores. Por eso, hoy en día, el credo no resulta esencial para delimitar lo vasco, aunque en su origen sí lo fuera.

Con todo este ADN, nunca antes los nacionalismos se habían mostrado tan determinantes en la configuración de un gobierno en España. Los partidarios de la unidad no han sabido desentrañar estas contradicciones y, en muchas ocasiones, han defendido su postura en términos nacionalistas, favoreciendo precisamente a quienes querían deslegitimar. Lo que deberíamos tener presente es que no vivimos en una estructura política universal ajena a las fronteras nacionales, pero que estas no son esencias que trasciendan las particularidades históricas.

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