Una política de película
24 de abril de 2019

Aunque el título pueda dar pie a ello, no es mi intención valorar las pretensiones de Abascal de hacer del cine español una plataforma de enaltecimiento de lo propio —lo cual no deja de ser una gran idea, visto el desprecio que profesamos a nuestra historia—, sino señalar los abundantes paralelismos entre el cine estadounidense y la política española. El cine de primera línea de cartelera cansa. Como también lo hace la política en cabeza de cartel: agota. Durante los últimos años —y los últimos meses con especial énfasis—, parece que los directores de Hollywood se han quedado sin ideas, están secos. Como los políticos.

Además, en los últimos tiempos, las películas que han triunfado en taquilla son aquellas que, precisamente, ya existían, es decir, las nuevas versiones —remake, en su término anglosajón. Pueden aparecer en forma de segunda parte, o de saga, que, como un chicle, se estiran al máximo para tratar de sacar el mayor provecho posible. El celuloide actual, como los políticos, es, por tanto, poco original. Esta carencia proviene de que los estudios apuestan únicamente por proyectos que les den un rendimiento económico seguro y claro. Prefieren la venta del momento a perdurar en el largo plazo. De igual modo, nuestros representantes públicos anteponen el voto instantáneo a un reconocimiento que el tiempo tributa por conducta admirable.


Nuestros representantes públicos anteponen el voto instantáneo al reconocimiento a largo plazo por una conducta admirable


Hace apenas unos días, se proyectó en una de las paredes de la Casa de la Panadería, en la Plaza Mayor de Madrid, unas imágenes sobre el caso de los «papeles de Bárcenas», con el mensaje escrito «que no vuelvan». En las redes sociales, otro partido compartió un vídeo con las caras de aquellos que habían llegado a algún pacto con el actual Gobierno. Las formas de hacer política hoy en día no solo son insólitas, sino despreciables. 

Se basan en el exabrupto y el dedo puritano que señala al adversario, y pasan por alto aquello en lo que incidía Chesterton: «La apatía pública es también una opinión pública, y a veces es una opinión muy sensata. Si pido que todos voten dando su opinión de las comidas minerales, y no hay ni una sola papeleta en las urnas, puedo decir que los ciudadanos no han votado. Pero sí que han votado».

El problema de nuestros gobernantes es que solo lo son de sus votantes y, por ello, están haciendo lo posible por arrastrar a ese 40% que, según las últimas encuestas, están indecisos o que no saben siquiera si acudirán a las urnas. No nos engañemos. A nuestros políticos no les interesa saber si son, o serán, el bueno o el malo —algo que, con el tiempo, resulta más fácil de dilucidar y, tirando de hemeroteca, de demostrar—. Sí les importa, en cambio, pelear para no convertirse en el feo.

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