Una España mutilada, pero siempre cervantina
13 de octubre de 2020

Ayer presenciamos una celebración atípica del Día de la Hispanidad, tanto por la incidencia de la pandemia y las consiguientes medidas sanitarias, que trastocaron el evento para evitar que se sieguen más vidas, como por el débil estado de salud en el que se encuentra nuestra democracia.

La situación enfermiza de nuestro debate público vive hoy una de sus épocas de mayor apogeo. Esta España marchita parece querer volver a abrazar un artificioso, a la vez que superado, enfrentamiento eterno entre conciudadanos. Una realidad que, según algunos desorientados o carroñeros, caracteriza a nuestro país.

Esa insuperable lucha entre españoles, lejos de rechazarse de manera categórica, parece potenciarse por gran parte de nuestras familias políticas, que buscan alimentarse y obtener rédito electoral de la explotación de ese sentimiento que ha sido generado de manera mecánica en el fuero interno de muchas personas. Estas alimañas de rapiña han conseguido crear una sensación de desvarío generalizado, la cual, en vez de ser enfrentada por la sociedad civil, se ha asimilado sin la menor protesta. Por lo tanto, esta concepción suicida de la historia y del futuro ya no representa un lejano y acallado rumor en boca de fanáticos y nostálgicos, sino que se ha expandido y contagiado a gran parte de la ciudadanía. Sin duda, las medidas orquestadas para impedirlo han fracasado.

En tal estado de pesadumbre y desesperación nos encontramos que el propio Gobierno ha decidido fijar el rumbo de España hacia un desfiladero de muerte y confrontación incívica, promoviendo sin ningún pudor toda conducta encaminada a la separación. De esta manera, la España de los “hunos y los hotros” se dirige impasible y al grito de “Muera la vida” hacia un destino trágico, el del duelo a garrotazos.

Por desgracia, tales consecuencias parecen conceder veracidad a los necrófilos que fomentan la concepción de una España en constante lucha consigo misma. Quizás tengan razón en el corto plazo, debido a que ellos maquinan tales eventos, pero la historia nos otorga la confianza de saber que yerran de manera grosera en el largo plazo. Y a diferencia de lo que predican, las citadas circunstancias no se convierten en inevitables por resultar desgraciadamente conocidas, sino que la propia experiencia nos ofrece la certidumbre de que deben ser y serán superadas. Niego el adjetivo de “sempiternos” que se les confiere a tales episodios fratricidas. Esa supuesta cualidad nace de su misma búsqueda, pues aquellos que persiguen que esto sea así quieren extender la convicción de que, al tratarse de algo inexorable, no debe combatirse y de que, al igual que Ulises frente a los designios y caprichos de los dioses, nos hemos de postrar ante la inmutabilidad de los tiempos.


Esa insuperable lucha entre españoles, lejos de rechazarse categóricamente, parece potenciarse desde la política


La creencia en el próspero devenir de España surge precisamente de los hitos más negros de nuestro pasado, a los cuales siguieron momentos de encuentro, compasión y acercamiento. En una de las coyunturas más lúcidas de nuestra historia moderna, la que hizo posible nuestra convivencia en democracia, esa tercera España, siempre olvidada, dio un paso hacia delante, acabando con el falso sistema binario, catalogando al diferente no como adversario de trinchera, sino de bancada. Este ha constituido, sin lugar a dudas, uno de nuestros mayores éxitos. Por habernos acostumbrado a ello, no debemos olvidar el alto precio que hubo de pagarse para su consecución. Quien lo haga tiene una cita pendiente con la historia de nuestro país.

España debe tomarse una pausa y volver su vista atrás, dar voz a aquellos que protagonizaron tales episodios, a la vez que se la quita a los mesías de la posmodernidad, esos que no han logrado nada y prometen el paraíso terrenal. Hemos de retornar a esa España ilusionante, que se abría al mundo, mientras este hacía otro tanto con ella, donde no había tiempo para rencillas sin importancia, porque todos estaban comprometidos con un mismo ideal: el de dotar a España de los beneficios y oportunidades que se le habían escamoteado durante demasiados años.

La noción de España se ha desfigurado en muchas ocasiones, tanto por exceso como por defecto. No radica en una exaltación sentimentalista y patana de su simbología y similares, tampoco en una negación antihistórica y predatoria. Creer en nuestro país radica en la certeza de que, en los momentos en los que nos hemos agrupado en torno a un mismo proyecto, nuestra civilización no ha conocido límite. Prueba de ello, la festividad celebrada el 12 de octubre.

Si bien es cierto que el paso del tiempo y, en especial los últimos siglos, no han mostrado piedad con España. Al observarla de manera superficial, da la impresión de que se halla descompuesta, perdiendo poco a poco su conexión con Hispanoamérica y consigo misma, es decir, su razón de ser. Sin embargo, merece una mirada más profunda, que consiga atisbar su naturaleza latente, la del hombre que, con espada y pluma en mano, defendió y expandió la hispanidad, convirtiéndose en su máximo exponente. Esta naturaleza se encuentra depositada en cada uno de los españoles, invistiéndolos de un espíritu honorable y sacrificado, que permitirá superar las horas más oscuras que preceden al amanecer. Puede que España se encuentre mutilada, pero es y siempre será cervantina.

Publicaciones relacionadas