Un país carente de liderazgos
14 de abril de 2020

A actual crisis del coronavirus está poniendo de manifiesto una evidencia irrefutable: nuestro país carece de auténticos líderes que sean capaces de dar la cara en un momento de extraordinaria dificultad. No lo es Pedro Sánchez, como se pone de manifiesto en todas y cada una de sus comparecencias: no posee, ni mucho menos, la suficiente capacidad de oratoria y de convicción, de tal manera que cada vez que se dirige a los españoles tengo la impresión de que les genera más desasosiego que tranquilidad. Pero no nos engañemos: seguramente tampoco lo es Pablo Casado, un político aún muy joven que no ha hecho “callo” en la alta política. Y así suma y sigue con todos y cada uno de los líderes que componen el arco parlamentario. Porque todos ellos poseen un denominador común: nunca han gobernado nada, al tiempo que tampoco conocen el mundo de la empresa privada, que es en el que trabajan la inmensa mayoría de los españoles y donde existe el mundo real al que suele ser ajeno el trabajador del sector público.

Hay que recordar, en relación con ello, que Sánchez, desde mayo de 2018 presidente del Gobierno, llegó a la más alta magistratura habiendo sido solo diputado raso, primero con dos medias legislaturas a sus espaldas (tanto en la de 2008-11 como en la de 2011-15 recogió el escaño de un diputado que renunciaba a su acta parlamentaria), y luego, a partir de entonces, se convirtió en secretario general del PSOE sobre la base del apoyo mayoritario de una muy menguada militancia (solo 170.000 personas tenían derecho a voto cuando ganó las primarias de 2017). Finalmente, logró convertirse en presidente del Gobierno gracias a una moción de censura que no buscaba convertirle a él en alternativa (y eso que así lo establece nuestra Carta Magna), sino tan solo en derribar al presidente que había habido hasta ese momento. Finalmente, fue capaz de ganar no una sino dos elecciones generales, pero nunca un vencedor en unos comicios generales había obtenido tan pocos votos a pesar de que nuestro país nunca ha tenido un censo de votantes tan elevado.

Todos los presidentes de nuestra democracia, con la excepción de Rodríguez Zapatero (en el olvido desde hace años), se habían fajado en la alta política antes de convertirse en inquilinos de La Moncloa. Adolfo Suárez había sido director general de RTVE, gobernador provincial y ministro antes de presidir el gobierno. Felipe González, por su parte, cierto es que no había gobernado nada cuando se convirtió en presidente del Gobierno, pero había estado y tomado parte en todos los asuntos importantes que hubo de afrontarse en los años anteriores (Ley de amnistía, dos elecciones generales, Pactos de la Moncloa, legalización de todos los partidos políticos y, lo más importante, elaboración y aprobación de nuestra actual Constitución). José María Aznar, a su vez, sabía lo que era gobernar una de las más importantes comunidades autónomas de nuestro país (Castilla y León, entre 1987 y 1989), y Mariano Rajoy ya había sido varias veces ministro cuando accedió a la presidencia del gobierno a finales de 2011.

A todos ellos les tocó afrontar asuntos de enorme gravedad: a Suárez, la transformación de nuestro país en una democracia de pleno derecho, una pavorosa crisis económica o el permanente azote del terrorismo. Felipe González, que igualmente heredó el problema terrorista, llevó a cabo la reconversión industrial y la modernización de todo nuestro aparato productivo al tiempo que hizo real la vuelta de España a la política internacional, destacando la tan anhelada entrada en la Comunidad Económica Europea. Aznar, mientras, hubo de sacar al país de una gravísima crisis económica (con una tasa de desempleo del 22%) y lograr que el país siguiera siendo uno de los motores de la construcción europea. Y, finalmente, Rajoy tuvo que afrontar otra grave crisis económica al tiempo que hubo que pelear con unas tensiones territoriales nunca vistas en la historia de nuestra democracia, incluyendo una declaración unilateral de independencia por parte de las autoridades de la autonomía catalana, aplicándose, por primera vez en más de treinta años de democracia, el célebre artículo 155. Una crisis económica que, por cierto, se llevó por delante a un Rodríguez Zapatero que nunca quiso ver que el modelo de crecimiento económico basado en la construcción no era sostenible en el tiempo.

Ahora a Sánchez, que tan cómodamente ha vivido durante casi dos años en La Moncloa, le ha correspondido hacer frente a una epidemia nunca vista en las últimas décadas. Y, como era de esperar, está reaccionando siempre a destiempo, yendo por detrás de los acontecimientos y dejando claro que nunca ha tenido un “plan b” ni ha hecho acopio de los fondos necesarios para una situación de naturaleza excepcional. Afortunadamente, la gestión de este gravísimo asunto está en manos, sobre todo, de las fuerzas del orden (Ejército incluido), de los profesionales de la Sanidad y de una población que está aguantando estoicamente una situación, la de confinamiento en sus casas, que nunca hubiéramos pensado pudiera suceder. Y todo ello sin un líder que nos sirva de referente: no tenemos un Churchill, un Adenauer o un De Gasperi que nos puedan guiar en esta hora crítica. Es lo que hay: sobra marketing, sobra buenismo y, ante todo, se echa en falta la necesaria competencia en la materia. Menos mal que, como sucede en Italia desde hace décadas, la ciudadanía se ha acostumbrado a saber funcionar sin esperar que sean los poderes públicos los que le permitan afrontar este tipo de situaciones. Sencillamente, ver para creer.

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