Robert Sirico: «¿Quiere ayudar a los pobres? Monte una empresa»
17 de febrero de 2020

Como parte de su formación pastoral, a Robert Sirico (Nueva York, 1951) lo destinaron un semestre a una olla popular. Todos los viernes, él y otro seminarista se desplazaban a Anacostia, un barrio de Washington, montaban un refectorio en el sótano de una iglesia baptista, servían el rancho, daban conversación a los que se acercaban a almorzar y lo dejaban luego todo limpio y recogido. El lema de la hermana que dirigía aquel proyecto era “Quien quiera venir, puede venir”. Había que atender a todo el que acudiera, fuese quien fuese, sin preguntar. “En aquel momento”, rememora Sirico, “me pareció una filosofía muy sabia”. Compartía mesa con los necesitados y llegó a conocer a muchos por su nombre de pila. “Fue una experiencia espiritualmente enriquecedora”, que además estaba en consonancia con las escrituras. “¿No dice el Apocalipsis: El que tenga sed que se acerque y reciba gratis el agua de vida?”

Un día alteraron la rutina. Después de levantar el comedor, se fueron a un local próximo a cenar fish-n-chips, una fritura de pescado y patatas típica del Reino Unido. No había ni un cliente. Aparte del dueño, el cocinero y una joven que limpiaba, estaban ellos dos y, en medio de aquella desolación, a Sirico le asaltó un temor: ¿no le estaban haciendo competencia desleal? La olla popular no pagaba salarios ni alquileres, tasas ni impuestos. Aquel restaurante debía, por el contrario, afrontar una lista interminable de gastos y, para cubrirlos, habría realizado sacrificios, quizás hubiera ampliado su hipoteca.

Cuando Sirico manifestó en voz alta su inquietud, el compañero adujo que en la iglesia baptista hacían una labor admirable, porque alimentaban a gente hambrienta y sin recursos. “¿Y cómo lo sabemos?”, replicó él. “Nunca se lo preguntamos, no tenemos ni idea”. Un silencio incómodo se abatió sobre ellos. Sirico se sentía mal por su crítica a la olla popular, pero la duda tampoco se disipaba. ¿Era aquella caridad indiscriminada el modo más sensato de erradicar la pobreza?

LA REVOLUCIÓN. “En mi familia no íbamos a la universidad”, dice Sirico. “Yo fui el primero, aunque con retraso”.

Estamos en la sede de la Fundación Civismo, el think tank que lo ha invitado a presentar En defensa del libre mercado (LID, 2018). Más que un ensayo, el libro es un manifiesto en defensa del capitalismo, aunque a él no le gusta el término. “Se refiere a una única dimensión, el capital, no refleja la totalidad del sistema”. Con el capitalismo ocurre como con tantos movimientos (cubismo, impresionismo, fauvismo): que el nombre se lo ha puesto el enemigo. El propio Sirico fue uno y por eso se incorporó a la universidad con retraso. “El Brooklyn de mi infancia no tiene nada ver con el actual, gentrificado y lleno de hípsters. Era una experiencia multiétnica”. Sus vecinos de rellano eran alemanes. Enfrente del portal había una lavandería china, a la izquierda un fontanero polaco, a la derecha una pizzería kósher.

Esta diversidad tenía un elemento común: la estrechez en todas sus acepciones, económica y física. El matrimonio Sirico y sus cuatro hijos vivían en un apartamento diminuto. El dormitorio de los padres carecía de puerta y el de los dos hermanos mayores “tenía el tamaño de un armario escobero”. Como buenos italoamericanos, eran católicos, pero él no tardó en abrazar otra religión: el activismo político. “Corrían los años 70 y muchas actitudes que hoy pasan por normales estaban en la periferia de la sociedad”. Había que traerlas al centro, romper los tabús, derrocar cada convención artística, arquitectónica, sexual. “Queríamos crear un mundo en el que los pobres vivieran mejor y pensábamos que eso era la revolución socialista”. Leyó a Marx y le aburrió. Asistió a una conferencia de Herbert Marcuse y no se enteró de nada. En general, prefería la acción. Se mudó a Los Ángeles y, durante cinco años, no paró. “Si había una sentada, allí estaba yo. Si había una manifestación, allí me plantaba yo con mi pancarta”. Entonces conoció a “un amigo de un amigo” que llevaba en el coche “unas pegatinas muy políticamente incorrectas”, y ya se sabe que en California no se bromea con esas cosas. Sirico se enzarzó con él en una discusión en la que abogó por la redistribución forzosa de la riqueza “o algo por el estilo”. Su interlocutor ni se inmutó. “Eres maravillosamente tonto, me dijo, pero no te preocupes, porque voy a educarte”.

Empezó inteligentemente por recomendarle un texto breve: La ley, de Frédéric Bastiat. “Me dio que pensar y le pedí más”. Así desfilaron por sus manos Capitalismo y libertad, de Milton Friedman; Camino de servidumbre, de Friedrich Hayek; Socialismo, de Ludwig von Mises. “A menudo tropezaba con algo que no entendía y que exigía leer algo previo, pero no sabía el qué y le pregunté al amigo de mi amigo: ¿no existe una colección de lecturas que te permita progresar ordenadamente? Claro, me dijo, tenemos un invento para eso. ¿De verdad?, le dije, ¿cuál? Se llama universidad, me dijo”.

A TIENTAS EN EL ARMARIO. En La ley (1850), Bastiat afirma que cada uno de nosotros posee “un derecho natural a proteger su vida, su libertad y su propiedad”, y este es también el punto de partida de En defensa del libre mercado. Sirico recuerda cómo él y sus amigos radicales habían hablado apasionadamente en favor de la vida y la libertad, pero ¿la propiedad? ¿Por qué era esencial? ¿Por qué no podemos ser todos dueños de todo? La razón es la escasez. El que los recursos sean limitados implica que serán objeto eterno de disputa. “Podemos”, escribe Sirico, “luchar entre nosotros para tomar y conservar lo que deseemos. O podemos crear un régimen […] que nos permita comerciar, obsequiar o compartir voluntariamente”. La evidencia histórica es abrumadora. Las culturas que se organizan en torno a mercados libres y respetuosos de la propiedad privada generan un clima de confianza que permite a los individuos planificar el futuro e incentiva el esfuerzo y la inversión. Esa sería la misión del Estado: preservar un marco institucional en el que las empresas operen sin trabas. “Pero las empresas”, le digo haciendo de abogado del diablo, “actúan movidas por el ánimo de lucro y los beneficios”. “Y hacen bien”, responde Sirico. “Los beneficios son la prueba de que ofreces al público algo que quiere. No es que sean moralmente positivos, es que deberían ser obligatorios. Dicho lo cual”, matiza, “esto es así en la medida en que la rentabilidad se obtenga compitiendo libremente, y no mediante el favor del Gobierno”.

Cuanto más leía Sirico, más se convencía de las ventajas del capitalismo. Igual que tantos intelectuales de izquierdas, había dado por sentado que sin una dirección férrea los mercados tendían al caos, pero Hayek y Von Mises demostraban elegantemente cómo las señales de los precios guían a los agentes para que adopten en cada momento la decisión de producción o consumo más eficiente. Ninguna burocracia podrá jamás emular un mecanismo semejante. Peor aún: el afán por interferir en los acuerdos comerciales de las personas “por su propio bien” acaba sofocando cualquier atisbo de libertad, y no solo la de empresa, como había puesto de relieve la Unión Soviética.

A principios de los 80, Sirico dio por cerrada su educación económica y política. Había sido una aventura extraordinaria, “como un hombre internándose a tientas en un armario plagado de tesoros nuevos”. Pero al viaje le quedaba una última etapa. Todo lo que había aprendido lo reafirmaba en la certeza de que el universo era inteligible y se ajustaba a un plan y un designio, que había un Dios, como de niño le había inculcado la monja que lo preparó para su primera comunión. Aquel reencuentro con su fe infantil lo conmovió. Canceló su intención inicial de dedicarse al periodismo y decidió profesar el sacerdocio.

Entonces descubrió que los prejuicios antiliberales que tanto había combatido en el mundo exterior habían anidado en el corazón de la Iglesia bajo la forma de teología de la liberación.

LORD ACTON. “Es una simplificación acusar al papa Francisco de marxismo”, sostiene Sirico. “Es un hombre muy empático, que se identifica con los débiles y los marginados. En sus años de formación vivió experiencias muy duras en Argentina. La hija de un profesor de química amigo suyo desapareció a manos de la dictadura militar. Su corazón desarrolló una comprensible solidaridad hacia esas víctimas, pero no es un ideólogo. Él mismo dice que no entiende de economía, y estoy de acuerdo. ¡Ojalá estudiara un poco!” “Pero no es solo el papa Francisco”, le digo. “La Iglesia ha sido tradicionalmente muy antiliberal”.

“No siempre. San Bernardino de Siena ya subrayó la importancia del empresario en la Edad Media y, en el siglo XVI, mucho antes que Adam Smith, los teólogos de la Escuela de Salamanca teorizaron que el precio justo era el que fijaban las partes en un mercado libre. Por desgracia, todo eso cayó en el olvido, vino la Revolución francesa y, a la vista de sus horrores, Pío IX no tuvo más remedio que condenar el liberalismo”.

Para revertir este proceso y devolver la Iglesia a sus raíces escolásticas, Sirico y Kris Alan Mauren crearon en 1990 una fundación cuyo propósito fuese “enseñar religión a los empresarios y economía a los religiosos”. Se llama Instituto Acton, en homenaje a John Emerich Edward Dalberg-Acton, un intelectual de la Inglaterra victoriana famoso por su desconfianza del Estado. Seguro que han escuchado alguna vez que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Es una cita suya. “Acton”, escribe en Revista de Libros la historiadora de las ideas María José Villaverde, “creía firmemente que la Iglesia había contribuido de manera decisiva al surgimiento de la libertad de conciencia, germen de las restantes libertades civiles y políticas, al constituirse durante la Edad Media en un freno al poder”. Esta conquista está, por desgracia, en peligro. Occidente ha cedido mucho terreno al Estado. “Está bien”, dice Sirico, “que se encargue de suministrar seguridad y justicia, de construir los aeropuertos y las carreteras y, por supuesto, de intervenir en caso de emergencia”. Pero cuando consentimos que vaya más allá, desmovilizamos a las personas y perdemos su potencial creador. “En su afán por ayudar”, se lamenta, “los políticos y los religiosos se dejan llevar con demasiada frecuencia por un burdo materialismo. Ven bocas y no hacedores, un foco de privaciones en lugar de seres llenos de energía y capacidad”.

Este paternalismo nos ha vuelto perezosos y exigentes. Al menor contratiempo, nos giramos airados hacia el Gobierno y le exigimos soluciones que deberíamos buscar en otro nivel: nuestro propio esfuerzo, la familia, los vecinos, la parroquia, la empresa. No se trata de una cuestión de moral, sino de eficacia. Como Sirico comprendió en aquel restaurante de fish-n-chips, la iniciativa pública desaloja a la privada. “Los agricultores de Haití han sido diezmados por el arroz estadounidense subsidiado con que se inundó la isla [tras el terremoto de 2010]”.

“Ser compasivo no es malo”, me dice, “pero tenemos la responsabilidad de saber cuándo y con quién. En Venecia, hace unos días, una mujer bosnia me pidió para comer. ¿Para comer?, le dije, vamos al supermercado. La observé mientras compraba y vi que escogía efectivamente artículos para sus hijos, no para ella. Al final, fueron 40 euros, le pagué incluso un postre. Prefiero eso a arrojar una moneda a alguien que no sé lo que va a hacer con ella”. Si de verdad nos preocupan las necesidades ajenas, hay que ser práctico e ir a lo que funciona y “lo único absolutamente contrastado”, escribe Sirico, “no es la caridad, sino el libre mercado”. “He aquí”, añade, “la simple realidad: los últimos dos siglos han sido testigos de la superación de la miseria extrema por parte de miles de millones de seres humanos”. Y concluye: “¿Quiere ayudar a los pobres? Monte una empresa”.

Publicaciones relacionadas