Richard Thaler y el paternalismo liberal
16 de octubre de 2017
Por admin

¿Somos racionales los seres humanos? Esta pregunta no tiene una respuesta simple y es fácil encontrar opiniones contradictorias al respecto. Tal desacuerdo tiene, además, una larga historia, ya que los ataques al denominado “homo oeconomicus”, que toma sus decisiones con coherencia e información perfectas, son muy antiguos. Y aunque los economistas nunca han defendido en la realidad tal figura, este hombre de paja perfectamente frío y racional se ha utilizado muchas veces para criticar algunos principios económicos básicos. En nuestros días, la denominada economía “conductual” o “conductista” (behavioral economics) ha pasado a ocupar un lugar muy relevante en esta disputa. Y la reciente concesión del Premio Nobel a Richard Thaler ha contribuido a transmitir a la opinión pública una visión crítica de la racionalidad de numerosas decisiones en el campo de la economía.

En el mundo profesional son conocidos los debates sobre la eficiencia de los mercados financieros que, desde hace algún tiempo, mantiene Thaler con su colega de Chicago y también galardonado con el premio Nobel de Economía Eugene Fama, quien defiende la denominada hipótesis de los mercados eficientes, de acuerdo con la cual los precios de los activos reflejan toda la información disponible, lo que lleva al resultado de que éstos se compran y venden al precio correcto. Thaler ha insistido, sin embargo, en que la existencia de burbujas y comportamientos irracionales por parte de muchos inversores plantea serias dudas con respecto a la eficiencia de los mercados. Con el tiempo, Thaler ha extendido esta visión a otros muchos campos de la economía y ha pasado a ser una de las figuras más destacadas de la economía conductual; y sus últimos libros –Nudge, escrito en colaboración con Cass Sunstein, de la Harvard Law School, y Misbehaving– han gozado de bastante popularidad más allá del restringido mundo de los economistas académicos. Los casos en ellos mencionados, que reflejan situaciones en las que la gente no actúa de forma coherente, han sido comentados en numerosos artículos y notas de prensa en los últimos días. Pero creo que en ellos no se ha hecho referencia a cuáles pueden ser los efectos de estas teorías en la política práctica; efectos que plantean serias dudas a muchos economistas, en especial a aquellos que desconfían de un exceso de regulación estatal basada en la idea de que, al ser la gente poco racional, un gobierno podría elevar el nivel de bienestar dando “impulsos” (nudges) a ciertas formas de comportamiento y haciendo lo contrario con las conductas que se consideraran perjudiciales para los propios interesados, que optarían por ellas si el Estado no los orientara en la dirección correcta.

La razón es que tales ideas plantean, al menos, dos problemas. El primero que son claramente paternalistas; el segundo, que tienen poco de novedosas. Hace ya un siglo A. C. Pigou, el creador de la moderna economía del bienestar, formuló una teoría basada en los fallos de los mercados y en su convencimiento de que la gente, cuando se le permite adoptar sus propias decisiones, se equivoca con mucha frecuencia. El siguiente paso está claro: como los gobiernos disponen de gente bien formada y dedicada a mejorar el funcionamiento de la sociedad, nuestro bienestar aumentará si el Estado adopta determinadas decisiones en nuestro nombre.

‘Opting out’

Thaler y Sunstein han diseñado un término nuevo, “paternalismo liberal”, para designar la política con la que pretenden conseguir este propósito sin violentar la voluntad de la gente. El paternalismo, según Thaler, “intenta ayudar a la gente a que consiga sus propios objetivos”. Y su propuesta debe ser, en su opinión, considerada liberal porque no obliga a nadie a hacer lo que no quiera. Un caso típico sería el cambio de una regla opting in por otra opting out. De acuerdo con la primera, cualquier persona puede, por ejemplo, donar sus órganos para trasplantes cuando se produzca su fallecimiento; pero sólo le serán extraídos si expresamente ha manifestado en vida tal deseo. La otra opción, en cambio, establece que, a falta de disposición expresa, los órganos de cualquier persona fallecida podrán ser utilizados para trasplantes; si bien es posible oponerse a la norma manifestando previamente el deseo de que no se haga tal cosa. En principio, a nadie se obliga a hacer una cosa u otra; pero no cabe duda de que el número de órganos disponibles sería mayor si estuviera en vigor la segunda regla.

Estos “impulsos”, por tanto, orientan, pero no determinan el comportamiento de la gente. Y en este ejemplo parece que el resultado que se obtiene es bueno. Pero si se generaliza el modelo, nos encontramos con el problema de que hay alguien que nos está señalando el camino a seguir. Y no tenemos por qué creer que ese alguien, además de bienintencionado, es más listo que nosotros y tiene mejor información sobre nuestras vidas que nosotros mismos. Al final, tenemos aquí otra idea de Pigou, que ha sido muy criticada, y con razón: su sorprendente fe en la capacidad y en la buena voluntad de unos reguladores que nos guían y nos protegen. El Estado moderno desempe- ña, sin duda, funciones muy importantes. Pero en la toma de decisiones que afectan directamente a nuestras vidas y haciendas, somos muchos los que preferimos impulsarnos y orientarnos nosotros mismos.

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