Por qué debe el BCE subir los tipos de interés
24 de abril de 2018
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Por Juergen Donges

Mientras la Reserva Federal estadounidense empezó ya en diciembre de 2013 a endurecer gradual y prudentemente su política monetaria, acabando con la expansión cuantitativa y subiendo los tipos de interés de referencia, el Banco Central Europeo (BCE) sigue obstinado en su rumbo ultraexpansivo: mantiene el tipo de interés rector (REFI) en un nivel históricamente muy bajo (0,15%, desde junio de 2014) y sostiene la expansión cuantitativa mediante un programa de compras masivas mensuales de bonos del Estado y otros activos, acumulando unos 2,5 billones de euros desde su inicio en marzo de 2015, equivalente al 20% del PIB común de 2017.

Es incomprensible que la política monetaria del BCE sea actualmente (en pleno período de recuperación económica) mucho más expansiva que durante la crisis financiera-económica global hace 10 años. Con arreglo a la regla de Taylor (una fórmula propuesta por el economista John Taylor y que contempla la desviación de la tasa de inflación actual de la tasa objetivo, por un lado, y la brecha entre el crecimiento efectivo del PIB y el crecimiento potencial, por el otro) el tipo de interés oficial del BCE tendría que estar para la eurozona en torno al 2%. Desde algunos círculos académicos se viene afirmando que el tipo de interés de equilibrio en el mercado de capitales (el célebre “tipo de interés natural” de Knut Wicksell) ha descendido y que por eso el BCE no puede subir los tipos monetarios sin exponerse a un debilitamiento de la recuperación en marcha. Pero las estimaciones econométricas disponibles sobre dicho tipo natural dependen mucho del modelo utilizado. No son claras al respecto y, por consiguiente, el BCE sí dispone de un margen de maniobra.

El crecimiento económico previsto para la eurozona en este ejercicio (un 2,3%) es robusto y bastante sincronizado entre las principales economías. La mejora de tono del mercado de trabajo, caracterizado por una disminución del paro laboral y la creación de empleos, es significativa, aunque haya todavía diferencias notables entre los países. Respecto al entorno inflacionario del ciclo expansivo, el notable aumento del grado de utilización de la capacidad productiva y la no menos apreciable reducción del desempleo deberían reflejarse en un alza de los precios finales, como describe la curva de Phillips. Lo hace, pero de una forma muy moderada. Para 2018, la Comisión Europea, en su informe de febrero, prevé para el área monetaria común una tasa de inflación general del 1,5% (al igual que en 2017). La subyacente (excluidos los precios volátiles de alimentos y energía) podría situarse en un 1,1%, con una tendencia leve al alza. Han quedado definitivamente enterrados los temores del BCE y de algunos analistas (no míos) sobre la posibilidad de una deflación.

PRECIOS. Es cierto que las expectativas de inflación en los mercados, aunque en terreno positivo, están todavía alejadas del objetivo del BCE, definido como cercano al 2% a medio plazo. Posiblemente esto continuará por un tiempo indefinido y la curva de Phillips sea más plana que en el pasado. Los factores explicativos son, por un lado, la globalización económica sin revertir (efecto competencia) y, por el otro, los cambios tecnológicos en marcha (efecto digitalización). ¿Es esto preocupante?

Mi opinión es que no. Todo lo contrario. Sigue siendo válido el postulado clásico de la teoría económica de que una inflación baja es mejor que una inflación elevada, por cuatro razones. Una, en un contexto de inflación baja el mecanismo de los precios no está expuesto a distorsiones que afectan adversamente a la asignación eficiente de los factores productivos.

Dos, no hay tanta necesidad de adaptar con frecuencia los precios de venta de los bienes y servicios (ahorro en “costes de menú”).

Tres, se evitan efectos distributivos indeseados en perjuicio de los asalariados y los pensionistas y de los ahorradores y los acreedores.

Cuatro, en una democracia parlamentaria no debería haber un impuesto subrepticio, como lo es la inflación (con arreglo al célebre postulado de no taxation without representation, formulado durante la guerra de independencia de Estados Unidos).

En estas condiciones, la postura del BCE de “esperar y ver” es cuestionable. Se crea un riesgo innecesario para la estabilidad del sistema financiero, que se puede manifestar de tres formas.

Una, con la aparición de incentivos perversos en los mercados bursátiles e inmobiliarios, formando burbujas especulativas (de las que ya hay indicios).

Dos, con el impacto adverso en los balances bancarios de un cambio de los tipos de interés que tarde o temprano se producirá (ya hoy un rompecabezas para las entidades crediticias).

Y tres, con la tentación de los Gobiernos de aplazar medidas de consolidación presupuestaria y de dilatar reformas estructurales pendientes para evitar el desgaste político ante el propio electorado que esto acarrea (un cansancio reformista que ya es observable en algunos países).

Además, a estas alturas del ciclo la política monetaria europea ya no sirve para impulsar el crecimiento potencial de una economía. Este debe venir de condiciones favorables para la inversión productiva (empresarial y pública), que deben crear los Gobiernos mediante políticas económicas de oferta adecuadas (impuestos moderados, mercados flexibles y un entorno administrativo menos hostil, con trámites burocráticos fáciles, entre otras).

CUATRO PASOS. El BCE cumplió con su papel en la recesión y posteriormente, mediante su estrategia no convencional, le compró tiempo, mucho tiempo, a los Gobiernos para que estos sanearan los presupuestos del Estado y acometieren las reformas estructurales necesarias (un tiempo que unos, digamos España, han aprovechado mejor que otros, digamos Italia). Todo lo que el BCE pudo hacer, lo ha hecho. Pretender hacer más y mantener el curso de una política monetaria ultraexpansiva no resultará nada efectivo conforme a la ley de los rendimientos decrecientes (en analogía a su versión en la teoría de la producción).

Por consiguiente, el BCE no debería demorar más el comienzo de una normalización de su política monetaria. La normalización restauraría la función conductora de los tipos de interés en los mercados monetarios y de capitales que en una economía de mercado es fundamental para su buen funcionamiento. Además, el BCE recuperaría las herramientas convencionales de su política, que podría necesitar en futuros tiempos de debilitamiento coyuntural para impulsar la demanda agregada.

Son cuatro los pasos que tomar en el camino hacia una política monetaria convencional y ortodoxa: el primero consiste en preanunciar la hoja de ruta. La comunicación a los mercados tiene que ser clara y creíble, lo cual requiere el consenso, hecho público, en el Consejo de Gobierno del BCE. Así acabarían las reiterativas controversias entre, como reza en el argot de los agentes financieros, los miembros de perfil paloma (siendo Mario Draghi el principal representante) y los de perfil halcón (con Jens Weidmann, el presidente del Bundesbank alemán, a la cabeza).

El segundo paso es el de comenzar con la salida del marco de la expansión cuantitativa, reduciendo gradualmente y sobre la base de un calendario establecido y publicado las compras netas de activos hasta finalizarlas completamente. El BCE podría actuar así a partir de octubre de este año, dado que las compras actuales (30.000 millones al mes) tienen, en principio, fecha de caducidad en septiembre.

Después de haber terminado las compras netas de activos se daría el tercer paso, que consiste en subir, digamos en 2019, los tipos de interés oficiales. Para ello el BCE debería guiar las expectativas de los agentes de mercado sobre el futuro curso de su nueva política (forward guidance) con el fin de que estos sepan en qué cuantía y hasta qué nivel aumentará el precio del dinero.

El último paso es el de emprender la reducción del abultado balance del BCE vendiendo los bonos soberanos. Esto habría que hacerlo de forma cautelosa y paulatina, para evitar presiones excesivas de los mercados financieros. La Reserva Federal está demostrando fehacientemente que esto es posible.

SOSTENIBILIDAD. Con el cambio de rumbo acabaría el actual “dominio fiscal” de la política monetaria, que es incompatible con el Tratado de Maastricht y con el postulado sobre la independencia del BCE. Y el banco central dejaría de ser el mayor acreedor de los Gobiernos, como está previsto y es obligado.

Va siendo hora de que los Ejecutivos europeos tomen nota de que el BCE no está para facilitar y abaratar la refinanciación de la deuda soberana, conteniendo eventuales primas de riesgo. Con la normalización de la política monetaria aumentarían los gastos financieros en los presupuestos nacionales, claro está. Pero esta sería una razón adicional para que los Gobiernos apostasen por la sostenibilidad de las finanzas públicas en el medio plazo, lo cual acreditaría la solvencia de los países y permitiría a los respectivos Tesoros la emisión de bonos a precio normal de mercado. 

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