Podemos sigue pudiendo
24 de septiembre de 2019

Se da por supuesto. El Partido Socialista, en su hazaña electoral, barrió a Podemos y, con su naufragio, se hundió también la amenaza de la extrema izquierda en España. El PSOE, que «siempre ha sido un partido moderado», consiguió superar con creces los 100 escaños que ningún otro partido tiene en el Congreso de los Diputados, y muchos de los otrora apoyos a la formación de Pablo Iglesias se decantaron esta vez por el rojo, dejando a un lado el morado del 15M. Sin embargo, no estemos tan seguros de que la extrema izquierda se halle próxima a su desaparición en nuestro país.

Ciertamente, Podemos no ha aguantado —ni parece que vaya a hacerlo (aunque puede haber sorpresas)— durante mucho tiempo en el mapa político español. Con suerte, dicen algunos, pueden aspirar a convertirse en un partido residual, si bien más influyente de lo que parece, como Izquierda Unida. Sin embargo, todo apunta a una radicalización marcada en el mayor grupo depositario de la soberanía nacional, y a un movimiento, aparentemente imparable, del eje político español hacia una izquierda violenta y déspota, que ha sido banalizada por aquellos llamados a confrontarla. Cierto es que, si nos fijamos exclusivamente en el número de escaños, el partido de extrema izquierda que más daño ha hecho en la historia reciente de España ha perdido casi la mitad de su poder de acción directa, pero este no reside solo en la capacidad de actuar. El poder radica, sobre todo, en el número de personas sobre las que se tiene influencia y en la intensidad de esta. Y desde luego, la que ejerce Unidas Podemos —como ahora se llaman en su necesitada carrera a contrarreloj para rascar votos en su trinchera— no ha terminado. Es más, no ha hecho más que empezar. El ascendiente de la formación morada en el PSOE ya no se puede frenar. Son un partido tradicional, sí, pero aparentemente reinventado. Y no han ido a mejor con el tiempo, sino todo lo contrario. ¿Quién iba a decir hace unos años que el PSOE pisotearía la fundamental presunción de inocencia o pactaría con aquellos que homenajean a los asesinos de sus compañeros, y todo por poder?

Así, el intento de revolución iniciado por Podemos en España continúa tras su caída con un PSOE actualizado, pareciendo —aunque las apariencias engañan— confirmar lo irresistible de su triunfo histórico. Como en no pocas revoluciones, estos cambios tan bruscos pueden acabar con sus propios hijos, que no son otros que los adalides de la masa aborregada convertida en un solo cuerpo y con un único mensaje. Como resultado, Podemos ha perdido casi la mitad de sus diputados. ¿A qué se debe esta caída de la formación morada? Al renacimiento del PSOE en el Gobierno, donde ha aplicado las medidas de las que Podemos solo era —y sigue siendo— capaz de hablar, y no de llevarlas a cabo. Como en la revolución francesa, los acontecimientos han ido a un ritmo realmente vertiginoso e incontrolable para sus portavoces, que incluso han terminado tachados como enemigos de ese grupo al que decían representar: «el pueblo».

Sin embargo, el daño no desaparece, ya que, al aceptar el PSOE sus postulados, los únicos cambios de cara a la ciudadanía son las siglas por las que apostar. El partido tradicional de la izquierda española ha sido ágil al aprovecharse de los mensajes tejidos por las redes clientelares de su competencia. Proyectan la imagen de España como un país inseguro para las mujeres, con una precariedad asfixiante, y un medio ambiente en peligro de extinción. Una representación falsa, pero cuya principal consecuencia —que millones de personas crean en estos simples dogmas de fe— es real. Para lograrlo, se les pone en un aprieto imaginario, que juzgan —y respecto al que actúan— como si fuera verdadero. Y entonces, vienen los salvadores (un gobierno socialista) con su piedad, que, a diferencia de la compasión, consistente en compadecer con el otro (como iguales), coloca al piadoso en una situación de superioridad respecto al necesitado, en este caso, el ciudadano de a pie.


La extrema izquierda no está vencida, sino que continúa en las siglas del PSOE, ahora más déspota


Cabe mencionar también que, en el curso de esta intentona de revolución moralista y desquiciada que estamos viviendo, caerán también aquellos que intentan jugar a dos bandas, aceptando la imposición cultural de los revolucionarios mientras fingen oponerse enérgicamente a sus intenciones. La revolución no permite, a largo plazo, la hipocresía evidente. Conmigo o contra mí, nada más.

Por si no resultara suficiente, hemos de añadir que, por ahora, es la izquierda la que va ganando la batalla cultural, subestimada por parte de lo que llamamos «derecha». Los mensajes que se lanzan desde el mundo del espectáculo, la educación y medios de comunicación, entre otros muchos centros de opinión, se muestran afines a un único lado del cada vez más estrecho espectro político. ¿No será, pues, que sus contrincantes han mirado hacia otro lado —puede que hacia el pragmatismo— mientras los falsos utopistas aprovechaban para adelantarles en una carrera que, desde la perspectiva actual, se antoja amañada?

La extrema izquierda, por la cual saltaron hace unos años todas las alarmas, parece en la actualidad humillada e insignificante. Pero se trata de un simple espejismo: la extrema izquierda continúa, con otras siglas, en el interior del nuevamente corrompido Partido Socialista, ahora más convencido, más déspota. La batalla cultural la está llevando a su terreno esta izquierda cada vez más violenta, mientras la mayor parte de la derecha trata de conseguir un trozo del pastel, inconscientes de que solo están cometiendo un suicidio político. Se niegan a pelear, temerosos de las masas, y se arrastran por conseguir el favor de aquellos que les detestan. Solo la indiferencia ante las presiones de la mayoría puede conseguir la derrota de esta corriente que, por mucho que lo parezca, no debemos creer vencida.

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