La UE, en la encrucijada. ¿Cómo enfocar el futuro?
3 de abril de 2017
Por admin

 Al cumplir la Unión Europea 60 años los dirigentes políticos tienen que reconocer que el entusiamo de antaño por el proyecto europeo se ha esfumado. El sí de los británicos al Brexit y el auge de los partidos populistas eurófobos en diversos Estados miembros, tan sólo ralentizado algo en las recientes elecciones holandesas, son señales de alarma inequívocas de que la UE está inmersa en una profunda crisis de confianza. El riesgo de deshacerse, si no reaccionamos adecuadamente, es real. Los políticos hablan de la necesidad de recuperar la confianza de los ciudadanos. Pero todavía actúan en un forma ambigua y con ideas contrapuestas. Por ejemplo, el dúo conductor de la UE, Hollande y Merkel, propugna un modelo de “más Europa”, sin concretar detalles (¿a distintas velocidades?,¿con una unión fiscal?, ¿hacia una Europa federal?). Los Estados miembros del Este, sin embargo, apuestan por recetas nacionalistas, sobre todo Polonia y Hungría. Obviamente, para estos países el proyecto de integración europea se reduce a tener acceso a los Fondos Estructurales, y poco más. Y en la periferia meridional lo que más interesa es que se relajen las reglas fiscales y se mancomunen a nivel europeo las deudas de cada uno de los Estados miembros, reclamando de los países del Norte “solidaridad”, lo cual allí se percibe como una “tomadura de pelo”.

Habría que preguntarse si la UE no debiera reinventarse. ¿Cómo? Resucitando el espíritu de los Tratados Europeos. Todo tendría que empezar con que los dirigentes europeos expliquen a los ciudadanos de forma inteligible cómo piensan perseguir los grandes objetivos de paz, libertad y bienestar, a todas luces loables. Deben dejar de hablar tanto de que vamos hacia una Unión Política, que nadie quiere de verdad. Los ciudadanos tienen el derecho a no ser enfrentados ante unos hechos consumados. La forma en que se profundice la integración debería seguir el ritmo que puedan asumir los pueblos con sus sentimientos e idiosincrasias, aunque sea más lento de lo que los políticos anhelan.

Para que una estrategia de relanzar el proyecto europeo sea efectiva debería basarse en los siguientes cinco criterios, que son de importancia capital: primero, hay que romper de una vez para siempre la rutina de infringir las normas que sustentan la zona del euro (como las que rigen respecto al cumplimiento del objetivo de déficit público y a la aplicación del mecanismo de resolución bancaria a entidades maltrechas). ¡Pacta sunt servanda! Todos aceptamos este principio clave del derecho mercantil porque crea confianza en el mundo de los negocios (empresas, hogares, trabajadores) y permite así el buen funcionamiento de la economía. Del mismo modo lo tienen que ver los políticos. Quien no quiera aceptar las reglas de juego debe tener el derecho a abandonar la UE (o la eurozona), o de no adherirse a la UE (como hicieron Noruega, Suiza e Islandia), o de no adoptar el euro (como es el caso de Dinamarca y Suecia, además del Reino Unido). La incorporación con su moneda propia en el Sistema Monetario Europeo II con la posibilidad de efectuar ajustes cambiarios sería una opción positiva para estos países.

Un segundo criterio es el de conservar y fortalecer el núcleo por antonomasia de la UE: el Mercado Único Europeo, incluido el Acuerdo de Schengen. El principio de la competencia en los mercados es esencial para lograr unos máximos niveles de eficiencia en la economía, lo cual a su vez es la fuente para generar los recursos que se necesitan para poder aplicar con eficacia políticas educativas y sociales, además de medioambientales. El Acuerdo de Schengen tiene que ser complementado con una política europea común sobre la migración. No hay más que resuscitar el espíritu del Reglamento Dublín III (de 2013) y reconocer que la capacidad de las sociedades europeas para absorber afluencias migratorias es limitada, como lo es, por ejemplo, en Australia, Canadá y Estados Unidos (ya antes de que llegara Trump) y que por eso regulan por ley la inmigración de un modo restrictivo y selectivo.

Tercer criterio: en la eurozona es imprescindible cuidar la línea divisoria entre la política presupuestaria, que está bajo la soberanía de los Estados miembros, y la política monetaria europea del BCE. Los Gobiernos tienen que tomarse en serio la sostenibilidad de las finanzas públicas promulgada en el Tratado de Maastricht de 1992, en bien de un crecimiento económico estable y satisfactorio, además de la igualdad intergeneracional. Eventuales fallos de los Gobiernos en materia presupuestaria tienen que ir a cuenta de los países correspondientes; y para que los Gobiernos lo sepan necesitamos un mecanismo de regulación ordenada de una insolvencia de Estado. El BCE, por su parte, debe concentrarse en los asuntos que tiene encomendado, principalmente la estabilidad del nivel de precios en la zona euro a medio plazo. No debe dejarse dominar por intereses fiscales, como hace actualmente con la compra masiva de bonos soberanos (y corporativos); mantener los tipos de interés sobre emisiones (primas de riesgo) en niveles artificialmente bajos no favorece la disciplina presupuestaria requerida. Es muy importante que el mecanismo de los tipos de interés recupere su función conductora de los ahorros y los capitales hacia los usos más productivos. El BCE fue configurado como una institución independendiente, no como un prisionero de los Estados miembros.

En cuarto lugar, debe aplicarse con seriedad el principio de la subsidiaridad, que contempla el Tratado de Lisboa de 2009. El control de este principio le está encomendado a los parlamentos nacionales. Con arrego a este principio, la integración sólo se profundizaría en aquellos campos en los que decisiones supranacionales generan mejores resultados que las nacionales, como es el caso de las políticas de asuntos exteriores, de seguridad y de defensa. En muchos otros casos, las políticas pueden ser nacionales, incluida la política tributaria, las políticas activas de mercado de trabajo, las políticas educativas, y las políticas sociales. Mediante la subsidiaridad se atajaría la desmesurada burocratización de Bruselas, que es percibida por empresarios y ciudadanos como fuente de injerencias no deseadas en sus asuntos y causa de todos lo males habidos y por haber, lo cual supone un caldo de cultivo para los populismos anti-europeos.

Finalmente, hay que anteponer la consolidación institucional de la UE- 27 (ya sin el Reino Unido) a nuevas ampliaciones, que tanto gustan a la Comisión Europea y su actual presidente. Una extensión de la UE hacia el sureste llevaría el grado de heterogeneidad económica a niveles insostenibles, dado el atraso en su desarrollo que exhibe esa región; Turquía (de Erdogan) no comparte nuestros valores de libertades democráticas y derechos humanos, lo que descarta su adhesión, a pesar de las negociaciones en curso y el pacto sobre refugiados. Las futuras relaciones económicas con estos países se pueden configurar perfectamente en base de Acuerdos Preferenciales de comercio, inversiones y ayuda al desarrollo. 

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