La polémica sobre los tipos de interés
12 de septiembre de 2019

Decía Milton Friedman que la mayor parte de los debates sobre política económica –al menos en el mundo occidental– tienen su origen no tanto en discrepancias ideológicas como en diferentes opiniones sobre los efectos que podría tener una determinada medida sobre la coyuntura o la evolución de un mercado concreto. Y, dada la forma de trabajar que tenemos los economistas, no cabe duda de que estas interpretaciones diversas sobre tales efectos suelen deberse a desacuerdos con respecto a los modelos teóricos que utilizamos.

Esta idea puede aplicarse a la actual polémica sobre los tipos de interés. Mientras algunos economistas defienden una política de tipos muy bajos –o incluso negativos– como fórmula necesaria para fomentar el crecimiento y evitar una nueva recesión, otros pensamos que se trata de una medida peligrosa, que puede acabar teniendo efectos muy negativos para la economía mundial a medio y largo plazo. ¿Por qué estas diferencias de opinión entre profesionales que, por lo general, compartimos sin mayores problemas los principios básicos de nuestra disciplina?

Creo que hay que pensar que, tras este desacuerdo, existen teorías alternativas sobre el papel de la política monetaria. Durante mucho tiempo la política macroeconómica estuvo dominada por el modelo de la curva de Phillips, basado en la idea de que las estrategias macroeconómicas para conseguir el pleno empleo y la estabilidad de los precios se veían condicionadas –especialmente en el corto plazo– por los efectos opuestos que las medidas expansivas y contractivas tendrían en la tasa de inflación y en la tasa de paro. Una política monetaria expansiva contribuiría a reducir el paro, al fomentar la inversión mediante la reducción de los tipos de interés, pero elevaría la inflación. Una política contractiva tendría, lógicamente, el efecto contrario: permitiría controlar el crecimiento del nivel general de precios, pero haría más difícil la creación de empleo.

Es fácil darse cuenta de que si la probabilidad de que exista inflación se reduce sustancialmente, como ocurre en la actualidad, los frenos a la política monetaria expansiva desaparecen en este modelo. Si no hay un peligro serio de que el nivel de precios crezca, ¿por qué no usar sin límites los instrumentos monetarios para generar empleo y terminar rápidamente con las fases depresivas del ciclo? Lo reconozcan o no sus partidarios, esta es la idea que está detrás de la política expansiva de los últimos años.

Factor de producción

El error de este enfoque se encuentra en que la política monetaria puede tener efectos que van más allá de su influencia en el nivel general de precios. No voy a entrar en la cuestión de si estamos midiendo bien o mal la inflación ni discutir la idea de que los bancos centrales deberían buscar una tasa de inflación ligeramente positiva incluso en el caso de que la globalización de la economía haya reducido los costes de producción de numerosos bienes y servicios y esto haya influido en el nivel general de precios. Más importante me parece insistir en un enfoque teórico que, aunque tuvo relevancia en el pasado del análisis económico, parece hoy olvidado: el tipo de interés no es, realmente, el “precio del dinero” –como a menudo se afirma–, sino el precio que se paga por el uso del capital, que es algo bastante diferente. Es cierto que Keynes puso el énfasis en el aspecto monetario del tipo de interés, que definió como la recompensa por adquirir activos financieros de baja liquidez, y que esta variable puede regularse en el corto plazo.

Pero si analizamos el papel del capital como factor de producción, lo que observamos es que la actual política de tipos está atribuyendo, de forma artificial, un coste cercano a cero a un factor de producción. Y esto necesariamente genera distorsiones e ineficiencias en cualquier sistema económico.

No es sorprendente, por ello, que esta política genere burbujas en el precio de determinados activos, a los que se está manteniendo más caros de lo que estarían con una política monetaria menos agresiva. Ni que se realicen inversiones que sólo son viables con unos costes de capital cercanos a cero; inversiones que fracasarán, en muchos casos, si los tipos de interés vuelven a subir y empiezan a reflejar que el capital es también un factor escaso.

Nada de esto aparece, ciertamente, en los modelos basados en la curva de Phillips ni en las versiones más simples de la teoría keynesiana. Y no cabe duda de que resulta difícil cambiar los hábitos mentales cuando se ha vivido durante muchos años en un mundo en el que pocos discutían que la alternativa paro-inflación era la cuestión fundamental de la política económica; y en el que a lo más que se llegaba, en lo que se refiere a aspectos micro, era a señalar la conveniencia de introducir reformas que desplazaran a la izquierda la curva de Phillips; es decir, que tales reformas trataran de que, aun existiendo siempre la disyuntiva paroinflación, las tasas de ambas variables fueran mas pequeñas al funcionar mejor los mercados.

Es posible que, como tantas veces ha ocurrido en la historia, no seamos hoy capaces de ver más allá de los efectos a corto plazo de la política económica. Pero el largo plazo existe… y no preocuparse por él porque, cuando llegue, todos estaremos muertos –como le gustaba decir a Keynes– me parece una mala estrategia.

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