La identidad como herramienta electoral
11 de septiembre de 2020

Hoy exploraremos algunas de las causas de la fragmentación identitaria y el sectarismo en la política actual, y en concreto la española.

Formación de decisiones

Tradicionalmente se dice que el electorado vota en función de lo que ha visto hacer, y espera que haga, cada una de las opciones. Esa frase oculta muchas variables.

La primera es cómo percibe cada elector esa información. Entramos en el terreno de la formación de opinión. Estar bien informado tiene un serio coste en tiempo y acceso a fuentes cualificadas. Ni siquiera el elector que lo intenta cuenta con todos los datos para que su interpretación resulte correcta, ya que, por ejemplo, no conoce los efectos futuros de las decisiones, ni los resultados de los procesos judiciales. Además, forma su juicio en función de fuentes que tienden a estar mediatizadas por acciones de los propios partidos (ya sea influyendo en los medios o usando activistas para movilizar la calle o condicionar las redes sociales). Es decir, la percepción de los hechos puede tamizarse.

La segunda es cómo evalúa esa información. El criterio suele ser práctico: cómo afecta ese hecho a algo que me importa (y cuánto me importa eso). Aquí el análisis se simplifica rápidamente a colectivos o identidades: cómo impacta esa decisión a los que ganan tanto, a los que escolarizan de esta manera, a los que tienen esa opción sexual, o a los que se sienten parte de cualquier otro grupo concreto. La elección de identificarse con un colectivo no es necesariamente objetiva y puede estar influida. Y la importancia dada al colectivo en la evaluación es completamente subjetiva y muy influenciable.

Por otro lado, la tradición separa la “propuesta de valor” de los partidos en tres vertientes: la carismática (la confianza que me inspira su liderazgo), la clientelar (el beneficio inmediato que puedo obtener de su victoria) y la política (la etiqueta ideológica que lleva y el juicio que nos formamos sobre su idoneidad para el bien común). 

Resulta fácil ver que la valoración de esas propuestas va a estar en función del grupo en el que se ubique el elector y a cuál piense que aquella se dirige. El líder ¿me considera de los suyos? El colectivo beneficiado ¿me incluye? La etiqueta ideológica de sus medidas ¿la defiendo? Con lo que de nuevo volvemos a la valoración de la propuesta en función de la pertenencia a colectivos y a la importancia que otorgamos a cada uno de ellos.

Elecciones con más de una variable

Si entendemos los partidos como organizaciones orientadas a ganar comicios antes que a cualquier otra cosa, se sigue que eligen lo que proponen, y el modo en que lo proponen, para alcanzar el triunfo electoral. Buscan, por tanto, polos de concentración de voto. 

Tradicionalmente, se han modelado los electorados como si solo hubiera un eje relevante (izquierda-derecha, progresista-conservador), con una distribución más o menos uniforme que genera competencia por el centro político, pero eso cada vez es menos cierto, y en España podemos encontrar un ejemplo extremo.

Por un lado, tenemos una fragmentación de electorados en función del poder autonómico. En nuestro país, las comunidades controlan una parte muy grande del presupuesto público. La capacidad de un partido de ocupar un gobierno regional y, por consiguiente, proporcionar beneficios clientelares a sus votantes y afines constituye un incentivo para cortar la dependencia nacional (menores condicionantes ideológicos y menos reparto de los beneficios).

Por otro, existen ejes diferentes de la izquierda-derecha, entre los que destacan las “identidades regionales”. Estas son diferentes (y por definición, excluyentes, ya que se definen por contraste) en cada demarcación autonómica, con lo que generan mapas distintos en combinación con los factores tradicionales de decisión. La capacidad de un partido de identificarse con las identidades regionales disminuye cuanto más se preocupe por el “bien común” y no por las especificidades del electorado regional.

Resulta interesante señalar que la propia división “izquierda-derecha” es con frecuencia una simplificación identitaria más, que no responde a ningún análisis racional de las políticas propuestas y sus efectos sobre el colectivo al que se pertenece sino a la decisión, más o menos consciente (a veces hasta hereditaria), de considerarse afín a determinado grupo o partido. Dicho de otro modo, son banderías más que acuerdos con un determinado programa.

Ejes secundarios e identidades

A este eje históricamente prioritario (“izquierda-derecha”) se contraponen otros secundarios y cada vez más importantes en la toma de decisiones.

Estos son los colectivos o identidades de los que hablábamos al principio, y los hay de todo tipo; incluso nacionalismos excluyentes de ámbito nacional, contrapuestos a los regionales e igualmente propensos a la xenofobia. Pero las identidades se definen en función de muchos más criterios, y adquieren peso de muchas formas diferentes. La propia identificación con una ideología se trata, con frecuencia, más de una elección de colectivo que de un análisis de sus implicaciones. El factor clave reside en que son agrupaciones que permiten al elector simplificar el trabajo de decidir su voto.

Un ejemplo real. Una propuesta puede tener un objetivo, pero se percibe por lo que describen de ella los medios de comunicación y las redes, y en función de cómo se interpreta que afecta a los rasgos definitorios de los diversos colectivos. Una misma medida se puede presentar como un ataque a “los trabajadores”, o como una mejora a “los desempleados”, y lo que resultará crítico es con qué colectivo se identifica prioritariamente el votante (y cuántos hay de cada grupo). En este caso, la mayor parte de los desempleados se identifica como trabajador, por lo que una medida de reforma que tienda a disminuir el paro a costa de reducir los derechos establecidos tiene menos posibilidades de prosperar.

Cuanto más se simplifica la decisión de voto por el factor identitario (cuanto mayor es la identificación con un grupo), menor es la necesidad de que exista una afinidad con las políticas concretas que se plantean, e incluso con el liderazgo. Una adscripción básica de clase, nación, etnia, religión, orientación sexual constituye, por tanto, una invitación al populismo: las medidas propuestas no importan tanto como levantar barreras respecto al diferente y los enemigos del grupo.

Identidades y acción política

Los partidos lo saben. Y lo explotan.

Si modelamos la distribución de opiniones del electorado a lo largo de dos ejes distintos, tendremos un mapa con diferentes picos. Y si vamos variando la combinación de ejes, hallaremos picos capaces de sustentar un partido político diferenciado de los valores “medios”.

En sistemas políticos fragmentados como el español, el papel de la identidad regional tiende a mostrarse mucho más fuerte. La facilidad con la que un voto local puede capturar el poder autonómico, generando con ello las rentas propias del clientelismo y determinando las políticas regionales, crea un círculo de refuerzo: cuanto más acentúa la administración autonómica la identidad local, mayor es el “pico” identitario en la distribución de opiniones, así como la apropiación del voto por el partido que la defiende. Esto independientemente de que se agite una bandera separatista o no (véase Galicia).

Pero no nos limitemos a las identidades construidas por los nacionalismos. No son las únicas. La “identidad de clase” se trata de un ejemplo con solera, desde las revoluciones campesinas medievales a la “conciencia de clase” marxista. Y resulta igualmente maleable desde administraciones y medios de comunicación, ya que también se delimita por contraste: “nosotros” somos los que no son “ellos”. “Ellos” entendidos como explotadores, los ricos, los que solo miran por sí mismos, mientras que la clase trabajadora es el objetivo más popular. Dependiendo de quién agite la definición, “nosotros” puede abarcar desde la burguesía con negocios hasta los trabajadores precarios, o centrarse solo en los más desfavorecidos. Esto lleva a ver a profesionales muy cualificados y bien pagados (con especial frecuencia funcionarios) identificándose como “trabajadores” a la hora de seleccionar sus opciones electorales. En otros casos, se produce una reacción popular frente a “élites” bien pagadas y educadas que pretenden decidir por todos. La diferencia radica en como quién, y contra quién, está definido el colectivo en los medios de creación de opinión.


En sistemas políticos fragmentado, el papel de la identidad regional tiende a ser mucho más fuerte


Más modernas y menos abiertas son las identidades basadas en valores sintéticos. Las basadas en las religiones han sido desacreditadas durante siglos, principalmente por su propensión a la violencia sectaria, pero perviven y, en algunos casos, se refuerzan. Además, los últimos años han visto emerger “consensos sintéticos” que presentan los mismos componentes que las iglesias oficiales: se promueven desde las instituciones, defienden principios supuestamente universales con interpretación obligatoria, y juzgan (y condenan) en función de su cumplimiento. Estamos hablando de la “corrección política”: valores respaldados desde el poder con base en un pretendido consenso (y a veces, en su reflejo legal). Las instituciones exigen a la sociedad civil e incluso a los medios de comunicación que los apoyen (campañas de uso de terminologías no sexistas, o de apoyo a léxicos de género). De este modo, el pretendido acuerdo comienza a percibirse como tal, y tiende a convertirse en real por la presión social. Y, como en el resto de casos, conlleva condena para cualquier persona o partido que se enfrente a las tesis oficiales. Del mismo modo que con las religiones tradicionales, la identificación de un partido con las banderas de la corrección política exime del cumplimiento de sus valores ante sus votantes. Y también es fácil que se produzcan escisiones, apropiaciones y desarrollos radicales, como el movimiento «woke» en EE.UU. actualmente.

Hay identidades mucho más básicas, como las étnicas o nacionales (factores de cultura compartida), que pueden adquirir peso en contraposición con los demás. Es el caso de los movimientos nacionalistas o nativistas, articulados por los mismos mecanismos que los demás: funciona porque puede determinar un colectivo interno y otro externo, y medidas que primen los intereses de uno de ellos.

Consecuencias

En conclusión, la emergencia de “políticas de identidad” se erige en una consecuencia de la operativa de los partidos y la competencia entre ellos para formar y controlar a conjuntos de votantes afectos, del modo más eficiente y más rentable para ellos. 

El resultado de estas tendencias se traduce en una disgregación del voto en colectivos que se perciben diferentes, que apoyan a partidos con intereses efectivamente distintos, y alimentada por el control de las instituciones públicas y sus presupuestos. Algo especialmente peligroso para el bien común en un sistema tan descentralizado y poco coordinado como el español, donde, además, la administración está muy poco protegida ante la injerencia (colonización) política. 

La única manera de acabar con este fenómeno pasaría por aumentar el coste de estas tácticas, rompiendo la dependencia económica entre medios y poder político, ampliando las demarcaciones electorales o reduciendo el presupuesto de las más pequeñas, mejorando la proporcionalidad, ilegalizando la discriminación a favor de factores identitarios, garantizando la independencia de las administraciones, y legislando contra la promoción de valores desde las instituciones.

Sin embargo, aunque medidas como estas podrían limitar el exceso de faccionalismo identitario, no lo pueden eliminar. La política de identidad (“ellos contra nosotros”) es consustancial al ser humano, y se acentúa siempre cuando hay percepción de inseguridad o escasez.

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