La fiscalidad española: ficción y realidad
8 de abril de 2019

El debate sobre la fiscalidad en España es uno de los escasos temas económicos de fondo que se están planteado con algún detalle en esta mediocre y alicorta campaña electoral. Al margen de las consideraciones sobre si la curva de Laffer funciona o no, de la consistencia y viabilidad de plantear bajadas impositivas sin un recorte proporcional y paralelo del gasto público o de la existencia o no de margen para subir los impuestos con vistas a financiar el alza del gasto, el asunto central es si el sistema tributario español es justo, contribuye a realizar una asignación de los recursos favorable al crecimiento económico, a la creación de empleo y ayuda a distribuir la renta hacia las capas de la población menos favorecidas. Por ello no se van a plantear consideraciones de naturaleza normativa, sino tan solo fácticas.

A priori, España tendría una fiscalidad baja en términos comparados si se tiene en cuenta la aportación de las familias y de las empresas al PIB procedente de la tributación, incluidas las cotizaciones a la Seguridad Social. De acuerdo con ese criterio, España se situaría entre los 10 países de la UE-28 con una menor presión fiscal. De este dato podría deducirse la deseabilidad de situarla más cerca de la existente en la media de la OCDE, aproximadamente una brecha de seis puntos del PIB, objetivo propuesto por el PSOE. Sin embargo, esta aproximación ofrece una visión errónea y peligrosa de la realidad.

Por lo que se refiere a la imposición sobre el trabajo, la carga tributaria recae de manera directa y, sin exagerar, brutal sobre las rentas obtenidas por las clases medias españolas. Un 39% de los declarantes del IRPF no paga nada mientras un 49% de los ingresos procedentes de él recae sobre las familias/individuos con ingresos medios de 30.000 euros/año. Esto significa que el esfuerzo fiscal de los contribuyentes netos en el IRPF es muy elevado, similar al existente en países como Dinamarca o Finlandia. En paralelo, la progresividad del impuesto español sobre la renta está también por encima del promedio de la UE-28.

El tipo efectivo medio del impuesto de sociedades (IS), que recae sobre las inversiones inframarginales generadoras de beneficios superiores al rendimiento normal del capital, es el tercero más alto de la UE-28 solo superado por los vigentes en Francia y Malta. Por su parte, el tipo marginal efectivo del IS español, la fiscalidad soportada por el último euro invertido situado justo en el umbral de rentabilidad es el mayor de ese espacio económico. Esto significa que la tributación corporativa imperante en España es poco favorable a la inversión y no es competitiva frente a la de el resto de los estados de la Unión.

En lo concerniente a la eficiente asignación de los recursos, el IS español muestra un marcado sesgo en favor del endeudamiento y en contra de la captación de fondos en el mercado de capitales. España es el sexto miembro de la UE con mayores incentivos a la financiación empresarial con deuda. Ello contribuye de manera clara a debilitar la estructura de capital de las compañías y a aumentar su vulnerabilidad ante cualquier cambio en las condiciones monetario-crediticias. Esta situación no ha cambiado a pesar de la Gran Recesión y de su impacto sobre las empresas con un excesivo apalancamiento, de acuerdo con la información ofrecida por el ZEW (Centro para la Investigación Económica Europea de Leibniz).

La acumulación de riqueza está mal vista por la izquierda. Para ella constituye una fuente básica de la desigualdad porque la asocia a una menor movilidad social, intrageneracional e intergeneracional. Esta última es un indicador importante a la hora de determinar las posibilidades de los individuos de prosperar en una sociedad con independencia de su extracción socio-económica. Si se acepta este enfoque, España es el séptimo estado de la UE-28 con menor desigualdad en los niveles de riqueza y, paradójico, es el séptimo con una mayor tributación sobre los bienes inmuebles, el principal activo de las familias.

El Gobierno socialista y el conjunto de las formaciones de izquierda establecen una espuria correlación entre el incremento del gasto público, los impuestos y la corrección de las desigualdades, verificada por una caída del índice de Gini. Sin embargo, los datos de la Comisión Europea muestran la falsedad de ese planteamiento. Con una carga fiscal excesiva o, al menos, superior a la media comunitaria en las figuras básicas de la tributación directa y con un gasto social equivalente al 57% del gasto total, España es uno de los nueve países de la UE-28 en los que el sistema fiscal y las transferencias tienen menos capacidad de recortar las diferencias de renta tanto en términos absolutos como relativos, según Eurostat.

Ese indudable fracaso tiene mucho que ver con los negativos efectos de la fiscalidad doméstica sobre el lado de la oferta (incentivos al trabajo y al ahorro), sobre la demanda (consumo, inversión, contratación), pero también con la acusada ineficiencia del modelo dominante en la actualidad. De acuerdo con la metodología de Mireless, el coste marginal de los fondos públicos determina cuánto ha de recaudarse para financiar el incremento efectivo de un euro adicional de gasto público. En España para que el Estado gaste un euro más, debe recaudar entre 1,4 y 2,15: un ejemplo de manual de clamorosa ineficiencia.

A la vista de lo expuesto, todo sugiere que el modelo tributario español es injusto e ineficiente. No consigue las metas que pretende alcanzar y genera consecuencias distintas a las esperadas. Eso sin contar con su complejidad, con su falta de transparencia y con la indefensión de los ciudadanos ante una Administración tributaria, frente a cuya actuación carecen de una protección efectiva ante el coste de interposición y el tiempo de resolución de los recursos planteados contra sus decisiones.

Así pues saquen las conclusiones oportunas.

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