Impuestos y calidad democrática
14 de marzo de 2018
Por admin

En los dos últimos años hemos vivido distintos acontecimientos, tanto dentro como fuera de nuestro país, que revelan un cierto agotamiento democrático: el confuso Brexit, las elecciones francesas con la ‘revolución’ Macron, las dificultades del ‘rey de la estabilidad’, Alemania, para llegar a una gran coalición, y ahora Italia. Dentro de nuestra propia casa la cuestión tampoco ha sido para sentirse extasiados. Arrastramos, desde hace años, la losa de la corrupción, una fatalidad inadmisible (vean la reciente información de The Economist, Corruption is still rife around the world, donde España está desgraciadamente a un nivel semejante al de Ruanda o Namibia). Y seguimos inmersos en el drama de la crisis de Cataluña, con golpe de Estado incluido, un cáncer democrático al que se ha llegado porque el Estado y sus gobernantes –tan activos en cuestiones fiscales– no quisieron o no se atrevieron a utilizar los mecanismos que el orden constitucional les proporcionaba.

En medio de todo eso, subsiste un problema silente y latente, del que no se habla demasiado pero que ronronea intermitentemente revelando deficiencias democráticas. Me refiero al gasto creciente de esos Estados y, derivadamente, al escabroso tema de los impuestos. Especialmente de aquellos impuestos que están en el punto de mira de muy distintas instituciones, es decir, los de Sucesiones y Patrimonio, que son como una espinita que algunos llevan clavadísima en su corazón recaudador. Todo esto tiene derivaciones que impactan en el difícil problema de la financiación autonómica, tan en el aire. Por supuesto y como es frecuente, en ese proceso han vuelto a oírse las voces de siempre y las tergiversaciones habituales: armonización de los impuestos autonómicos, igualdad para todos, o terminar con “los paraísos fiscales” que, supuestamente, existen en nuestro país, una metáfora muy atrevida y falsa, utilizada para referirse fundamentalmente a la Comunidad de Madrid, tal y como puede comprobar cualquier madrileño que pague un 43,5% en IRPF, un 21% de IVA, el IBI, etc. O que se detenga en leer la definición que la OCDE hace de paraíso fiscal.

Hace un par de semanas se presentó en esta comunidad un Informe sobre Financiación Autonómica y Competencia Fiscal elaborado por el catedrático de Derecho Financiero y Tributario de la Universidad de Santiago, don César García Novoa. Procede recomendar su lectura. De las muchas cosas importantes que se plantean allí, hay una especialmente relevante: si es posible “rebajar” o “limitar” la autonomía –política y por tanto fiscal– de las comunidades llamadas precisamente Autónomas. Es decir, si es posible obligar a todas las comunidades a “armonizar” sus impuestos “más discutidos”, Patrimonio y Sucesiones. El estudio responde que, a la vista de la Constitución y de lo sentenciado por el Tribunal Constitucional, parece muy difícil arrebatarle a las comunidades esa autonomía fiscal. Y se advierte de que, en caso de que se hiciese, seguramente se incurriría en inconstitucionalidad, dado que serían muchas las personas e instituciones que se verían inclinadas a recurrir al Alto Tribunal. Eso, con ser muy importante, no es, sin embargo, lo más decisivo. Los impuestos plantean un problema mucho más grave que tiene que ver con nuestra salud democrática: si es posible seguir con un sistema recaudatorio que se parece a lo que ya Santo Tomás denominó en el siglo XIII el “robo legal” mediante el tributo. Pregunta a la que el filósofo alemán Sloterdijk contestó, en su día, con un rotundo no. Para él es urgente darle una nueva fundamentación democrática al impuesto. Es decir, diseñar una política fiscal para el siglo XXI. El Estado no puede seguir siendo lo que es: la “mano que coge” permanentemente, una mano invisible de insaciable voracidad que se entromete en cada transacción y se lleva, justa o injustamente, siempre “su” parte. Y cada vez más parte.

Por supuesto, nadie le niega al Estado sus funciones insustituibles: prestar servicios imprescindibles para los ciudadanos, funcionar como garante de un cierto bienestar general mediante un “imperativo de redistribución” o incluso de socorro a los necesitados de forma subsidiaria. Pero una cosa es eso y otra, muy distinta, convertir los impuestos en una cierta cleptocracia estatal. En la que el tomador no para nunca en su avance –llevado por una especie de derecho ilimitado a “tomar”– y al “entregador” del impuesto, al ciudadano, se le arrebata más y más, hasta rozar el saqueo. A eso lo llamó en su día Adolf Wagner la “ley de la expansión creciente de las necesidades financieras públicas”. Dicho de otra forma, el impuesto como un “fatum”: una sumisión fiscal absoluta frente al “Estado impositivo tautológico” en la que las personas se ven degradadas de ciudadanos a deudores permanentes de su florido y potentado banquero, el Estado. O la inflación de Estatalidad propia del mundo contemporáneo. Ese Estado monstruo que engulle y vomita, simultáneamente, dinero en dimensiones nunca vistas. Es el círculo vicioso continuo entre Estado impositivo/recaudador y Estado deudor/endeudado.

Eso es absolutismo. Y también dogmatismo fiscal. Así que en todo ese asunto del impuesto no estamos, como parece, ante una mera cuestión “técnica”, ni tampoco ante una “cosa de ricos”. Como recuerda Sloterdijk, nos encontramos ante un asunto que afecta esencialmente a la calidad democrática de nuestros Estados. Lo que significa: hay que redefinir los límites “fiscales” del Estado para que respete los derechos inalienables de los ciudadanos. Evidentemente, toda esa cleptocracia estatal tiene viejas raíces históricas que van unidas al comunismo y a los primeros socialismos, para los que el impuesto siempre ha sido una especie de “contraexpropiación”, por la que “se expropia” –con la ayuda de la fiscalidad– a los “antiguos expropiadores”, es decir a los llamados ricos. En esa concepción, Hacienda es una especie de Robin Hood que roba a los ricos para contrarrestar y “purgar” el robo que esos ricos cometieron en su día contra los pobres. Como fábula, bonita. Pero una fábula. Por lo demás, esa hermosa fábula esconde un hecho muy importante, que ese heroico Robin Hood se ha convertido en un cleptócrata adicto a recaudar. Una enfermedad que está teniendo ya una consecuencia muy grave: el saqueo del futuro. La mano que “toma” cobra y “expropia” ya en el presente a las generaciones venideras. En conclusión, que es más que necesario poner nuevos límites a los impuestos (cuestión en la que, curiosamente, hasta ahora nunca ha entrado a fondo nuestro Tribunal Constitucional).

La resultante es que el ciudadano se ha convertido en una especie de fantasma de la democracia: al que nadie tiene en cuenta, salvo cuando vota o a la hora de recaudar. Esa “exclusión” o “eliminación” del ciudadano es absolutamente inadmisible. La concepción del impuesto como una especie de nueva esclavitud no es de recibo. Como no lo es tampoco la arrogancia de los gobernantes. La democracia representativa consiste en algo más que en votar cada cuatro años. El ciudadano tiene derechos inalienables. Ya señaló Hegel que la historia es el camino hacia la libertad. Y la actual concepción de la fiscalidad responde más a un camino de esclavitud que de libertad. Hay muchas formas de mantener el gasto –social y no social– de las comunidades sin acudir, como siempre, a “esquilmar” al ciudadano –lo que quiere decir a todo ciudadano– “armonizando” impuestos por los que ya ha pagado varias veces y reintroduciendo tributos que los ciudadanos perciben como una segunda o tercera tributación sobre bienes, procedente del honrado trabajo de sus padres o familiares, sobre los que ya habían quedado saldadas sus obligaciones fiscales. Así que lo que en el fondo de esta “armonización fiscal” se plantea es si queremos seguir en esta especie de medievo fiscal o convertirnos en una sociedad con una fiscalidad propia del siglo XXI con un pago y tributación civilizadas. Es decir, si nos contentamos con esta sumisión total al Estado impositivo tautológico o si queremos ser ciudadanos libres capaces de distinguir las falacias y arbitrariedades de esos dogmas fiscales y de liberarse de esta tonta credulidad impositiva que mantiene postradas a tantas capas de población.

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