Hiperinflación en Venezuela
4 de septiembre de 2018
Por admin

No existe una cifra concreta que marque el punto en el que la economía de un país entra en una fase de hiperinflación, ya que la definición más conocida –la de Ph. Cagan– que sitúa su umbral en un crecimiento mensual de los precios del 50% es un criterio tan convencional como cualquier otro. Pero el concepto es bastante claro: se entiende por hiperinflación aquella situación en la que la moneda se deprecia de forma intensa y acelerada, lo que hace que el dinero pierda por completo su función de depósito de valor y que la gente intente convertir sus activos monetarios en bienes y servicios de forma inmediata, ya que esperar unos días, o incluso unas horas, significa una pérdida importante de su poder de compra. Y si el valor interno de la moneda –su poder adquisitivo– cae, lo mismo sucede, lógicamente, con su valor externo; es decir, el tipo de cambio se deprecia también de forma muy rápida.

El caso de hiperinflación más estudiado en la historia es, sin duda, el de la inflación alemana de 1923, en la que los precios subían varias veces a lo largo del día, de forma tal que los trabajadores exigían su salario diario al entrar en la empresa, ya que si cobraban al final del día se encontraban en las tiendas precios mucho más altos. Cuando, en el mes de noviembre de aquel año, se consiguió frenar el proceso, hacían falta cuatro billones de marcos para comprar un dólar estadounidense, mientras en 1914 el tipo de cambio era, aproximadamente, de cuatro marcos por dólar. El fenómeno se repitió, por desgracia, en bastantes ocasiones a lo largo del último siglo. Y no parece que el siglo XXI vaya a estar libre de inflaciones disparatadas. En 2008-2009, Zimbabue experimentó una inflación tal que alcanzó una tasa del 79.000 millones por ciento en su último mes. Y Venezuela parece orientarse por el mismo camino, aunque por el momento la inflación prevista para 2018 sea “sólo” de un millón por ciento.

En la Alemania de 1923 se discutió mucho sobre las posibles causas de la gran inflación, ya que se trataba entonces de un fenómeno nuevo, que habría sido imposible con un sistema monetario basado en el patrón oro como el que había existido hasta 1914. Pero hoy tenemos claro que las hiperinflaciones tienen siempre su origen en situaciones de crisis económica que los gobiernos intentan resolver, a corto plazo, emitiendo grandes cantidades de dinero, hasta que se dan cuenta de que cuanto más emiten más empeoran las cosas.

¿Cómo resolver un problema de tal gravedad? Sabemos que las políticas dirigidas a controlar los precios están encaminadas al fracaso, como demuestra la reciente experiencia venezolana; y que sólo una reforma monetaria, realizada bajo determinadas condiciones, puede ser la solución. Una opción es renunciar a tener moneda propia, como ha sucedido en Zimbabue. Y tal estrategia puede ser una buena idea para una nación que sea incapaz de generar un mínimo de confianza, tanto en el interior como en el exterior del país. Si se acepta, por ejemplo, el dólar o cualquier otra divisa internacional como moneda, no existe la posibilidad de que el gobierno nacional la manipule. Y, aunque carecer de banco emisor y de prestamista en última instancia puede tener costes importantes, éstos pueden ser inferiores a los beneficios que la estabilidad monetaria proporciona.

La solución alternativa es renunciar a la vieja moneda nacional y establecer una nueva. Fue esto lo que hizo Alemania –con éxito, por cierto– en 1923 con la creación del rentenmark. Vista esta reforma con un siglo de perspectiva, sorprenden realmente los buenos resultados que obtuvo, ya que el supuesto respaldo que a la nueva moneda ofrecían los bienes inmuebles de la nación era más ilusoria que otra cosa. Pero hubo confianza por parte de la gente; y esto resulta fundamental en los sistemas denominados “fiduciarios”, en los que la moneda no es convertible en metales preciosos o en otras mercancías.

Cualquiera de las dos fórmulas va a resultar, sin embargo, difícil de implementar en Venezuela. Una nueva moneda nacional sólo podría funcionar bien si hubiera un cambio de gobierno –o, más bien, un cambio de régimen–, porque nadie tendría un mínimo de confianza en la gestión económica que pudieran hacer los chavistas; y, con ellos, la reforma estaría condenada al fracaso. Lo más sencillo sería, seguramente, que Venezuela renunciara, al menos en una primera fase, a tener moneda propia y dolarizara la economía; pero es difícil que Maduro, u otro político similar, vayan a aceptar que utilizar la moneda de los “imperialistas” estadounidenses sea lo que el país necesita en estos momentos. En resumen, el problema tiene mala solución, no sólo por su complejidad técnica sino también por la falta de un gobierno capaz aplicar una política monetaria razonable.

Publicaciones relacionadas