Francia y la crisis de la democracia
19 de diciembre de 2018
Por admin

Con un simple abracadabra, Emmanuel Macron, afiliado al Partido Socialista desde que tenía 24 años y exministro de Economía en el gobierno socialista de Hollande y Valls, logró presentarse hace dos años como savia nueva al frente de un nuevo partido de ideología indeterminada que, como manda la moda, evitaba utilizar el sustantivo “partido” en sus siglas y se declaraba “transversal”. En un ejemplo más de la capacidad de los políticos para transformarse de rana en príncipe, Macron ganó la Presidencia y su partido En Marche logró una holgada mayoría absoluta en la Asamblea francesa con un programa objetivamente esperanzador que hacía entrever que, por fin, los franceses se habían percatado de que su estructural socialismo cultural y económico (la peor herencia de su sangrienta Revolución) les estaba dirigiendo lentamente hacia un destino sin duda inmerecido para un país de tan rica historia y tan bello idioma. Francia “rodaba con extraordinaria suavidad pendiente abajo”, como ya observara Dickens. El socialismo cultural fomentaba la envidia y la igualdad coercitiva frente a la libertad, la justicia y la noble admiración del talento ajeno y el modelo económico francés (copiado por nuestra provinciana clase política) encajaba mejor en la definición de fracaso que en la de éxito. La tasa de desempleo ronda el 10% desde hace años (casi el triple que en Alemania o EEUU) por culpa de un rígido sistema laboral y de una burocracia anquilosante; la renta per cápita permanece prácticamente estancada desde hace dos décadas; el déficit público parece perpetuo (el último superávit data de 1974) y, por encima de todo, los franceses sufren la mayor presión fiscal del mundo, un verdadero infierno fiscal.

Pues bien: en tan sólo 18 meses la esperanza Macron ha quedado defraudada: su popularidad ronda el 20% (como el impopular Hollande) y desde hace semanas el país sufre violentas protestas callejeras que inicialmente parecían una reacción contra una subida de impuestos dirigida a combatir el cambio climático, esa superstición antes conocida como calentamiento global y convertida en religión laica de obligada creencia. Irónicamente, es muy posible que los manifestantes que protestaban contra la “solución” fueran los mismos que se manifestaban contra la “amenaza” del cambio climático hace unos años, durante la cumbre de París. Entonces probablemente creían que lo que proponían los nuevos druidas era algo poético e inocuo, como entrelazar sus manos y canturrear alguna canción hippie, y han descubierto que lo que en realidad proponen es arrebatarles su dinero a través de más impuestos y de una energía (luz y fuel) carísima.

El hecho es que unas protestas violentas acontecidas 18 meses después de unas elecciones libres han logrado la claudicación del presidente de la República, quien legitimando la violencia de la turbamulta, primero reculó con el impuesto “verde” (o sea, rojo) y, al ver que las protestas continuaban, prometió aumentar el gasto público aún más, subir los impuestos a los ricos (cómo no) y el salario mínimo (medida que, como pronto veremos en España, sólo aumenta el desempleo juvenil y poco cualificado).

Lo que acontece en Francia es sólo un síntoma del declive de la democracia. El capricho de las masas (en forma de encuestas o de manifestaciones pacíficas o violentas) se convierte en ley por encima de los conductos reglamentarios democráticos y del Estado de Derecho, del sentido común o del interés general, por encima de normas inmutables ligadas al bien, a la verdad y a la justicia. Y esta tiranía no es más que el reflejo de la gran frustración de generaciones educadas (maleducadas) en que el Estado les evitará todo sacrificio y todo sufrimiento y suplirá toda imprevisión y todo error de juicio, un Estado dominado por una oligarquía que compra los votos con el dinero público sobornando a los ciudadanos a plena luz del día mientras abandona a la minoría realmente necesitada, cuyos votos no suman. El gran pensador francés Alexis de Tocqueville, el mismo que afirmaba que “la libertad es la primera de mis pasiones”, no dudaba en alertar sobre el peligro de la tiranía de la mayoría “que vive en una perpetua adoración de sí misma”. Cien años más tarde, su compatriota Raymond Aron denunciaba descarnadamente “la doble corrupción de los gobernantes y de los gobernados” en las sociedades modernas.

Este ocaso de la democracia occidental como sinónimo de Estado de Derecho, justicia y libertad y el amanecer de una democracia degenerada sinónima de la anarquía y de la tiranía de unas masas infantilizadas no nos puede coger por sorpresa.

Hemos desoído a los sabios de antaño, cuyos consejos vencieron la fuerza inexorable del tiempo, que marca la finitud de la vida y de las obras humanas, quienes desde la bruma del pasado nos susurraban previniéndonos de los desatinos del hombre “para evitar que los hechos humanos queden en el olvido, en la certeza de que el bienestar humano nunca es permanente”, como escribía Heródoto hace más de dos milenios. Hemos ignorado que Aristóteles nos advirtió que la llegada de los “rastreros demagogos faltos de escrúpulos que aumentaban los impuestos a los ricos por agradar al pueblo” suponía el preludio de la destrucción de la democracia. Hemos olvidado por qué fracasó hace 2500 años la primera democracia de la Historia. Una autoridad como Edith Hamilton lo describía así en su obra magistral The Echos of Greece: “Lo que la gente quería era un gobierno que les proporcionara una vida cómoda, y teniendo esto como objetivo principal, las ideas de libertad y autosuficiencia y servicio a la comunidad se difuminaron hasta el punto de desaparecer. Atenas se consideraba cada vez más como una empresa cooperativa poseedora de una gran riqueza que todos los ciudadanos tenían derecho a repartirse. Los fondos demandados por el pueblo, cada vez mayores, hacían necesarios impuestos cada vez más altos. La política estaba ahora conectada al dinero y los votos estaban a la venta (…). Atenas había llegado al punto en que la única libertad que ahora deseaban sus ciudadanos era que les permitieran sentirse libres de cualquier responsabilidad. Pero si los hombres insistían en liberarse de las obligaciones de la vida, dejarían de ser libres en absoluto”. Y Atenas perdió su libertad.

“Hemos vendido la progenitura por un plato de lentejas sin darnos cuenta del tesoro al que hemos renunciado”, se lamentaba Lord Acton. Sí. Hemos sido corrompidos por un Estado de Bienestar que nos prometió liberarnos de las “obligaciones de la vida” (¡la gran mentira!) a cambio del fruto de nuestro trabajo, de nuestra libertad y de nuestra dignidad.

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