¿Es imposible la democracia liberal?
16 de julio de 2018
Por admin

Son muchos los liberales que han perdido la confianza en la democracia al ver que los pueblos votan una y otra vez a políticos que les prometen lo imposible: ampliar el estado de bienestar, proteger la industria nacional, fomentar la agricultura, intervenir el mercado laboral, controlar la educación, dirigir la cultura y otras lindezas redistributivas que nadie paga pues, como dijo en su día la vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo, “el dinero público no es de nadie”. La creencia de una mayoría de los votantes parece ser que todo ello es posible sin poner en peligro ni las libertades individuales ni el crecimiento económico. Se sabe, sin embargo, que esas políticas pronto agotan los impuestos que les están destinados y en todo caso acaban siendo contraproducentes. Tal es lo que está ocurriendo hoy en España bajo un inseguro aunque dogmático Gobierno socialista. Para conseguir el apoyo popular que repetidamente le ha faltado en las urnas, pone en marcha un amplio abanico de políticas “sociales” que presenta como sin coste, al tiempo que ruega al cielo que el impulso económico traído por las medidas “austeras” del Gobierno anterior dure hasta las siguientes elecciones generales.

Lo acuciante de la pregunta del título para los liberales es que, lógicamente hablando, la democracia es un corolario de la soberanía individual. Todo individualista que considere la libertad de las personas como el principio básico de una sociedad bien arreglada se verá llevado a defender también la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos. Ello nos plantea dos tipos de problemas en la concreción del individualismo democrático: si resulta inevitable que, en democracia, la mayoría prefiera aumentar su porción de la tarta en vez del tamaño de la tarta para todos, y la segunda, si es cierto que, a la postre, quienes se benefician de tales redistribuciones son los gestores públicos y los grupos de presión. 

Fue Alexis de Tocqueville (1805-1859), un tempranísimo estudioso de la democracia en un gran estado, quien primero se planteó el problema de la redistribución democrática. Ahí, paradójicamente, está el origen de uno de los posibles defectos de la libertad política: el peligro de que la decisión mayoritaria derive en la explotación de las minorías e incluso acabe en una tiranía populista. Por eso declaraba Tocqueville en el primer volumen de La democracia en América (1835) que “el mayor peligro de las Repúblicas Americanas viene de la omnipotencia de la mayoría”. (Pág. 424, edición Nolla). Por eso su amigo John Stuart Mill insistía en la posibilidad de “expoliación arbitraria” de la propiedad “por una mayoría de pobres” (Consideraciones sobre el gobierno representativo, 1861, cap. VI). Una perversa alquimia transforma el oro de la decisión democrática en el plomo de la explotación rentista.

Quizá tenga razón pues Anthony de Jasay, el filósofo de la versión anarquista del liberalismo, cuando nos presenta la siguiente parábola. Supongamos una sociedad de tres personas: dos siempre podrán ponerse de acuerdo para repartirse los bienes del tercero. De aquí se deduce que, bajo la regla de la mayoría, no hay límite a la redistribución de los bienes de los más acaudalados. Solo detiene la redistribución el recuerdo del cuento de la gallina de los huevos de oro. En ese caso la mayoría intentará equilibrar redistribución y crecimiento, un caminar inestable por el filo de la navaja. En las democracias actuales, ese difícil equilibrio se busca con la alternancia de Gobiernos socialistas y conservadores, un vaivén que a menudo acaba con uno de los dos magullado en tierra. La razón de la inestabilidad de dicha alternancia es que no hay definición de lo que es una distribución “justa”. ¿Igualitaria? ¿O una redistribución que limita la riqueza del más adinerado al doble (o el triple, quíntuple o enétuple) del patrimonio del más pobre?

EL PROBLEMA DE BENTHAM. En segundo lugar, es bien sabido, aunque paradójico, que las mayorías a menudo se ven sorprendidas por “minorías siniestras”, que saben utilizar el poder administrativo para hacer su agosto contra el interés general, o para combatir una competencia que puede obligarles a cambiar. ”Siniestras”, las llamaba Jeremy Bentham (1746-1832) en su Código constitucional, publicado en 1830. Para Bentham en la democracia estaba siempre presente el peligro de que quienes ostentasen el poder pudieran ejercer en su propio beneficio los cargos para los que habían sido elegidos. Por eso propuso en ese código suyo toda clase de salvaguardias para evitar tales abusos, desde la renovación anual de los Parlamentos hasta la creación de un tribunal para juzgar a quienes abusaran de su cargo público.

El prematuramente fallecido Mancur Olson buscó con mucho ahínco explicaciones para tan curioso fenómeno. La idea fundamental del famoso libro de Olson La lógica de la acción colectiva (1965) es que los intentos de las mayorías populares de igualarse con las minorías privilegiadas por medio de la acción política acaban siendo desviadas en su beneficio por los “buscadores de rentas”, que consiguen explotar tanto la minoría discriminada como la mayoría ilusionada. Los perjudicados por todas esas intervenciones son aquellos que Olson llama “los grupos olvidados”: los braceros trashumantes frente a los trabajadores fijos, los empleados de las pymes frente a los obreros de grandes empresas públicas, los contribuyentes frente a los favorecidos con subvenciones, los consumidores frente a las asociaciones de pequeños comerciantes, los perjudicados por la inflación frente a los interesados en aumentar el déficit público.

UN DOLOROSO APRENDIZAJE. Sin embargo, todas esas intervenciones que favorecen a los buscadores de rentas reducen los incentivos para la creación de riqueza, y benefician a las personas que menos valor producen. Ello quizá explique que la proporción del gasto público respecto del PIB suela detener su crecimiento en la mayoría de las economías avanzadas cuando alcanza entre un 45% y un 50% del producto. Cuando la economía detiene su crecimiento y entra en crisis, el público votante, antes distraído o adormecido, a menudo reacciona exigiendo que el Gobierno corte de una vez los múltiples lazos con que los liliputienses buscadores de rentas clavan al suelo al poderoso Gulliver del capitalismo.

Las crisis pueden desembocar en un despertar y mejora de las sociedades. Así ocurrió con la elección de Margaret Thatcher y Ronald Reagan en el segundo tercio del s. XXI; con las reformas del estado de bienestar en Suecia en la década de los 90, o con son las leyes “free labor” de los estados del sur de Estados Unidos. Suiza no fue siempre una isla de prosperidad en el mundo occidental: sus referendos son una lección permanente de realismo para los ciudadanos de otras partes del mundo aún empeñados en perseguir sueños imposibles. La palabra crisis ha venido a significar en el lenguaje común la disolución sin remedio de alguna doctrina, empresa o institución. Es mucho más sugerente el sentido clásico de esa palabra, que en griego significaba “momento de decisión”, o el sentido médico de esa expresión, como “momento en que el enfermo supera la gravedad de su estado”. La “crisis de confianza” del público en la autoridad de los políticos presenta una oportunidad de cambio de rumbo en la forma de llevar los asuntos públicos en las sociedades occidentales.

No debemos cerrar los ojos a la dificultad de tan ingente tarea, pues las costumbres políticas e incluso la lógica de los mecanismos de decisión en nuestras sociedades levantan muchos obstáculos frente a los intentos de reconstruir la democracia liberal. Por suerte, hay otras fuerzas espontáneas en las sociedades mundializadas de hoy que pueden ayudar a subsanar los defectos del marco constitucional. Cuáles sean es labor más que suficiente para los liberales que seguimos creyendo en la democracia.

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