¿Es el capitalismo una amenaza?
19 de junio de 2020

La historia del capitalismo ha sido, a lo largo de la historia moderna, objeto de grandes debates económicos, históricos, así como sociológicos. El capitalismo, de la misma forma que para unos se ha presentado como el enemigo a batir, para otros se erige como el único sistema económico factible en la actualidad, al menos si la medición toma como referencia el crecimiento y el progreso económico. Un sistema que ni el mismísimo John Maynard Keynes calificó como un sistema equivocado, aunque sus teorías tratasen de corregir unos errores que, a día de hoy, siguen tensando las discrepancias entre lo que se conoce como la escuela austríaca y la economía keynesiana y neokeynesiana. Corrientes de pensamiento divididas por una heterodoxia y una ortodoxia que centran el debate, curiosamente, en la medición de dicho sistema capitalista, dejando de lado utópicos sistemas que, por el momento, no dejan de ser escenarios contrafácticos.

Pese a que el empresarial haya sido considerado uno de los factores de producción más importantes por la academia moderna y los historiadores económicos, desterrando falsos mitos como los que trataban de desenterrar los economistas neomarxistas sobre el “falso valor añadido que genera el empresario”, el capitalismo sigue siendo objeto de grandes críticas y ataques que tratan de desmontar un sistema que, hasta el momento, se ha mostrado como el único sistema válido y posible en nuestra sociedad. Un sistema que, desde el siglo XVI, ha generado gran parte de todas esos avances e innovaciones que nos han llevado a organizarnos como sociedades económicamente, así como socialmente, desarrolladas.

Resulta curioso el hecho de que se critique, y de forma reiterada, un sistema que, además de acabar con el sistema feudalista y esa obsolescencia y estancamiento que puede observarse a lo largo de todo el trascurso que abarca la edad media, propuso un escenario que permitió grandes avances, tanto sociales como económicos, que dieron lugar a grandes hitos para la sociedad global como pueden ser la revolución industrial, así como la propia industrialización —aunque progresiva— del conjunto de economías europeas. Un suceso que, además de mejorar la economía mediante la aparición de grandes rutas comerciales y la intensificación del comercio y el intercambio de mercancías entre las principales potencias comerciales de la época, entre otros fenómenos, permitió la masiva transferencia cultural y tecnológica entre los distintos territorios, pues dicho comercio, por el hecho de tratarse de un mero intercambio, precisaba de homogeneidad en el lenguaje y la cultura para la entendible interacción entre los distintos agentes económicos.

Es, de hecho, necesario el destacar cómo la aparición del capitalismo y el surgimiento de la propiedad privada como métodos para incentivar el crecimiento promovió, como era de esperar, dicho crecimiento y los avances que tanto destaca la historia económica. Desde el nacimiento del Estado y, con él, el Estado de derecho, el capitalismo desarrolló una serie de condiciones que favorecieron la generación de excedentes de producción por parte de los empresarios, los cuales eran reinvertidos para generar un mayor crecimiento económico del crecimiento natural que dichos excedentes propiciaban. Todo este sistema establecido, y favorecido por el capitalismo y sus garantías, promovieron un mayor crecimiento económico, el cual permitió que, tanto el capitalismo como la industrialización, se extendiese por todo occidente, llegando a todos los países europeos.

Ya la historia económica destaca el incentivo que suponía la consideración de la propiedad privada, y cómo la entrega en propiedad de un determinado trozo de tierra, o lo que se conoció en la Inglaterra del siglo XII —y que finalizó en el siglo XIX— como los “enclosures”, favorecían el crecimiento económico y el incremento de productividad. Puesto que hasta que no se establecieron esos cercamientos, permitiendo para entonces acabar con un sistema de tierras comunes, los ciudadanos productores no se vieron incentivados a invertir en unos campos que, hasta dicho momento, eran de propiedad colectiva, por lo que su aprovechamiento era limitado y de subsistencia.

Así, el capitalismo fue ganando cada vez más presencia en el mundo, exportando su sistema a nuevas tierras que, por el momento, estaban ocupadas por civilizaciones subdesarrolladas e incapaces de adoptar y promover sistemas que, en su evaluación, no se considerasen primitivos y de subsistencia. Esto promovió un gran avance en la economía global, provocando una transición hacia una red de economías conectadas por el comercio, así como un tránsito de capitales que, no solo promovía la inversión y el desarrollo de las distintas clases sociales, sino también una corriente mercantilista que intensificó su actividad, generando poderosos Estados, con grandes reservas minerales y riquezas promovidas por ese continuo intercambio.

A día de hoy, el comercio global, promovido por el capitalismo, genera el 60 % del PIB mundial, de acuerdo con el Banco Mundial. Dicho comercio, genera un gran porcentaje de los empleos creados en el mundo, a la vez que la generación de riqueza generada por el intercambio produce un gran desarrollo en economías que, como las desarrolladas, ya presentan —tal y como muestra la Organización Mundial del Comercio (por sus siglas en inglés, WTO)— una participación en dicho comercio del 44 %. En este sentido, sumado a todo el desarrollo, entre el que podíamos añadir el del tráfico de personas, hablamos de un sistema que no solo ha generado crecimiento, sino que en línea con lo que muestran los datos, lo hace de forma inclusiva y, pese a las desigualdades, con una integración de la que otros sistemas, pese a sus —tan reclamadas y expuestas— virtudes, carecen.

Además, al capitalismo, cabe destacar, no solo debemos atribuirle todo lo que hemos mencionado, sino que, de definir el capitalismo como se debe, debemos recalcar beneficios que, en la batalla moral por las ideas, quedan desatendidos. Y con esto me refiero al desarrollo de un Estado moderno, de un Estado democrático, que no solo ha permitido el desarrollo de sociedades democráticas modernas y participativas en el mercado, sino el ascenso social de clases que, en otros sistemas económicos y políticos, habrían quedado relegadas a un último plano, como clases sociales marginadas y dominadas por los vanagloriados intelectuales. Unos intelectuales que, precisamente, como bien decía el profesor Huerta de Soto, miraban con rabia un sistema que había permitido que la capacidad y las habilidades para generar riqueza primasen sobre el derecho que estos creían ostentar por haber presentado unas facilidades para el estudio.

Por ello, ni en la batalla económica, así como en la moral, existen razones para seguir criticando un sistema capitalista que, como se observa, no solo ha generado economías más desarrolladas y fructíferas, sino que ha generado estados democráticos y cambiantes. El dinamismo y las oportunidades que ofrece el sistema capitalista no se igualan en ningún otro sistema económico, político o social que, pese a los discursos emitidos por sus defensores, tratan de acumular el poder en una clase social que, ante la libertad y las oportunidades que ofrece el capitalismo, se muestra incapaz de competir en un mercado libre y abierto. Pues la competitividad, como su propio nombre indica, requiere el ser competitivo, a la vez que lo que hagas, por competitivo que sea, esté valorado por el mercado, y no, como hacían los intelectuales, por uno mismo.

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