Cuando lo excepcional lo vuelven normal
27 de octubre de 2020

La deriva autoritaria del Gobierno socialista y comunista ya debería haber quedado meridiana para todos. Insisto: socialista y comunista, que no socialcomunista, como tantos se empeñan en denominar, obviando que “sociales” son todos, y que hemos de arrebatar de una vez a la izquierda el monopolio sobre este término.

Como decía, la deriva autoritaria resulta evidente, como no puede concluirse de otra forma al observar la parasitación de las instituciones, ahora herramientas eficacísimas del nuevo régimen para garantizar su impunidad. La última fechoría, además, es de una magnitud muy considerable. A saber, la intención de decretar un estado de alarma de seis meses de duración, o quizá ocho semanas, como ha pedido el Partido Popular, principal fuerza de la oposición (todavía, pues se ha suicidado, aunque, aparentemente, no se ha enterado aún). ¿Criterios económicos? Ni Gobierno ni oposición han aportado ninguno. ¿Por qué seis meses u ocho semanas, y no dos meses o dos años? Nadie lo sabe, salvo Vox, que parece tener más claro que el resto que la excepcionalidad democrática se trata de una pendiente resbaladiza hacia la dictadura. Una excepcionalidad que, con la duración que está alcanzando (y lo que nos queda), cada día resulta menos excepcional, para pasar a transformarse en una nueva normalidad.

El argumento principal de quienes restringen nuestros derechos y libertades es doble. En primer lugar, se esgrime la cuestión de la ponderación de bienes. La vida, por un lado, la economía y las libertades, por otro. En segundo lugar, esta ponderación se desarrolla en torno a una línea temporal, clave en el concepto de la “excepcionalidad”. El problema radica en que este argumento es del todo falaz. Por un lado, la ponderación no existe cuando el sectarismo rampante del Gobierno le lleva a obviar que la miseria también equivale a muerte. A este sectarismo se le une la inenarrable incompetencia de nuestros gobernantes, que inevitablemente alcanza al conjunto de la sociedad española, la cual acepta un día sin libertad, sin comprender que lo mismo da un día que una vida entera. La libertad merece que luchemos por ella, siempre y en todo caso.

De lo contrario, nos encontramos tras apenas nueve meses de pandemia en la situación actual: con un Gobierno que pretende operar sin ningún tipo de control parlamentario, dominando a la opinión pública a través de la férrea vigilancia de los medios de comunicación, que imprimen miedo y cambian el lenguaje (porque toque de queda y restricción a la movilidad nocturna son antónimos), y actuando de censor en las redes sociales. Esto, señores, constituye un ataque frontal a la democracia y nuestro sistema parlamentario. Un ataque quizá desde la democracia, pero sin duda contra ella. Y precedentes no faltan en la serie histórica. Un buen ejemplo se halla en la rápida suspensión de derechos civiles de la población alemana en 1933 y 1934, cuando la libertad de expresión dejó de tratarse de un derecho inherente y se empujó a los opositores a los márgenes de la ley. Algo que suena peligrosamente familiar en una España donde se vulneran las leyes y se instrumentalizan las instituciones, aunque posteriormente (y también con nocturnidad y alevosía) se modifiquen las leyes para dotar de un amparo legal a las tropelías del Gobierno. Uno que no ha necesitado que el Reichstag arda… Se ha limitado a clausurarlo.

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