Contra la ley de cambio climático
3 de junio de 2019

El cambio climático se ha convertido en uno de los puntos centrales de la agenda política, económica y social en los estados desarrollados. Los ciudadanos de las sociedades avanzadas muestran una creciente preocupación por lo que es percibido como un grave problema para el futuro de la humanidad y el consenso científico parece respaldar esa preocupación. Si se aceptan esos dos hechos, la cuestión es cuál es la vía económica más eficiente para crear una economía y una sociedad con bajas emisiones de CO2 o descarbonizada en su totalidad. Ese criterio elemental no es tomado en cuenta por la mayoría de los Gobiernos y es ignorado por los ecologistas radicales. Ello conduce a adoptar políticas cuyos efectos sobre el crecimiento y el bienestar de los individuos es obviado.

La mayoría de los países intentan abordar la descarbonización con una serie de medidas que pretenden reducir las emisiones mediante subsidios o restricciones dirigidas a favorecer determinadas tecnologías o sectores, y a penalizar a otros. Estas incluyen las propuestas destinadas a eliminar los vehículos propulsados por hidrocarburos, la imposición de una elevada fiscalidad a la gasolina y al gasóleo o la pretensión de que toda o la mayor parte de la generación de electricidad proceda de las renovables. En definitiva se asigna a la intervención estatal la misión de luchar contra el cambio climático y sus apocalípticas consecuencias.

Para entender este asunto es preciso evaluar los costes de emplear las diversas alternativas tecnologicas disponibles y la actuación desplegada por los poderes públicos para que las emisiones desciendan: los llamados costes estáticos. Algunos de ellos son bajos (por ejemplo, la sustitución de un generador térmico por uno de gas natural), pero otros (léase, numerosas iniciativas en apariencia verdes) no lo son y además no consiguen los objetivos que persiguen. Así, conducir un coche eléctrico en una zona en donde la electricidad se genera quemando carbón deja la misma huella de CO2 o mayor que la derivada del uso de un vehículo normal con un añadido: es mucho más cara.

Esa heterogeneidad de costes implica la posibilidad bien de lograr la misma cantidad de reducción de las emisiones de CO2, que se está produciendo en un momento dado, a un coste estático menor, bien mayores descensos de aquellas al mismo coste. Esto significa que, en muchas ocasiones, las políticas desplegadas van más allá de lo que es adecuado para combatir el cambio climático, es decir, obedecen a razones de naturaleza ideológica o a la presión de grupos cuyos intereses se verían dañados si se aplicasen políticas menos costosas.

El enfoque anterior ilustra una parte de la problemática de las estrategias empleadas para hacer frente al cambio climático, pero no toma en consideración sus consecuencias a largo plazo. Para comprender estas resulta esencial analizar cualquier plan de descarbonización en términos dinámicos, lo que desaconseja adoptar los remedios intervencionistas tradicionales que suelen proponerse y ejecutarse. Esto guarda una relación directa con un fenómeno metaeconómico, a saber, la imposibilidad de predecir la evolución del conocimiento futuro y, por tanto, la capacidad de los Gobiernos para saber cuáles serán las tecnologías que permitirán recortar las emisiones de CO2 del modo más eficiente.

Esa tesis se ve reforzada por un hecho: las inversiones en energía tienen un alto componente de irreversibilidad y una vida útil bastante larga. Ello se traduce en lo que en la terminología anglosajona se denomina path dependence, cuya traducción literal al castellano es difícil. Ese concepto explica algo elemental pero obviado con demasiada frecuencia. Las decisiones tecnológicas de hoy influyen en los resultados de mañana y, por tanto, si uno se equivoca en el rumbo a seguir, reparar ese error y rectificar para aproximarse a una situación óptima o subóptima se convierte en una tarea imposible o, cuando menos, muy onerosa. Por ello, los costes dinámicos del proceso de descarbonización tienen mayor relevancia que los estáticos, lo que aconseja emprender una prudente dinámica de ensayo-error, en vez de imponer un programa de cambio radical holístico.

Para decirlo de otra forma, la voluntad de los Gobiernos de forzar a las empresas y a los consumidores-usuarios a seguir un patrón concreto e inmutable de descarbonización en función de un conocimiento y una información de la que no disponen ni dispondrán constituye una temeridad que tiene serias probabilidades de provocar severos daños económicos, sociales y medioambientales. Es una expresión de la fatal arrogancia descrita por Hayek, una de cuyas manifestaciones concretas y cercanas es la Ley de Cambio Climático y Transición Energética, elaborada por el Gobierno de España, un gigantesco plan de ingeniería social propio de un sistema colectivista, no de una economía de mercado incluso si se la añade el adjetivo social.

Ante este panorama existe una alternativa que cabría definir como pigouviana en honor al gran economista británico Arthur C. Pigou. Esta consiste en introducir un impuesto sobre el CO2 cuyo tipo es equivalente al beneficio marginal de la reducción de emisiones o a la monetización de los daños provocados por producir una tonelada adicional de CO2. De este modo, las externalidades negativas generadas son internalizadas por las compañías y por los consumidores-usuarios y el mercado tenderá a encontrar vías eficientes en términos coste-beneficio para que las emisiones disminuyan a medida que se encarecen. Con esta fórmula, todos ganan. Los ecologistas consiguen avanzar en la descarbonización de la economía y las empresas ven reducida la regulación y la incertidumbre asociada a ella, lo que les permite invertir a largo plazo en tecnologías limpias. Esta es la política que debería esgrimir el centroderecha español ante la descabellada normativa que el gabinete socialista quiere poner en vigor.

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