Comercio libre y crisis económica
8 de febrero de 2017
Por admin

Cuando se puso de manifiesto que la última crisis económica iba a ser realmente más grave de lo que la mayoría de los economistas había supuesto en un primer momento, surgió en diversos ámbitos una seria preocupación con respecto a la evolución que podría seguir el comercio internacional en los años posteriores a 2008. Tal inquietud tenía, sin duda, un fundamento sólido. La experiencia histórica muestra con claridad que cuando un país experimenta dificultades económicas y ve crecer su tasa de desempleo, aumentan las presiones para reducir las importaciones con el objeto de orientar la demanda de consumo y bienes de inversión hacia productos nacionales. Esto es lo que ocurrió en la Gran Depresión de la década de 1930; y la consecuencia fue que las restricciones al comercio que impusieron casi todos los países contribuyeron, en no escasa medida, a agravar los problemas de la recesión.

Sin embargo, los hechos parecieron, inicialmente, disipar estos temores. Es cierto que se frenaron los proyectos de liberalización del comercio y que las ambiciosas propuestas de la ronda de Doha de la OMC no se llevaron a la práctica. Pero las cosas no empeoraron tanto como podían haberlo hecho… al menos al principio. Han transcurrido ya ocho años desde los peores momentos de la crisis. En mayor o menor grado muchos países se encuentran en un claro proceso de recuperación, con tasas de crecimiento positivas y niveles de paro más reducidos. Pero, de manera un tanto sorprendente, es ahora cuando las amenazas de un nuevo proteccionismo cobran más fuerza. Parece que lo que se consiguió evitar en los peores momentos de la recesión puede empezar a ser aplicado ahora.

El caso más preocupante es, sin duda, EEUU. Si en una idea económica ha insistido el nuevo presidente, tanto en la campaña electoral como en los primeros días de su mandato, es la conveniencia de proteger la economía estadounidense de la competencia exterior. Y ya ha manifestado su propósito no sólo de retirar a su país del Acuerdo Transpacífico, sino también de frenar el Acuerdo Transatlántico sobre Comercio e Inversiones e incluso introducir modificaciones sustanciales en el tratado de libre comercio de América del Norte. El objetivo de esta estrategia es, claramente, conseguir el apoyo de una parte de la clase media estadounidense que se ha visto perjudicada por la apertura al exterior de la economía de su país. Como ocurre siempre con este tipo de políticas, se pone el énfasis en “lo que se ve” (desplazamiento de la producción –en especial de bajo valor añadido– al exterior y reducción –o estancamiento– de los ingresos de los trabajadores con menores niveles de capital humano). Pero no se tiene consciencia de “lo que no se ve” (ganancias de productividad de la economía de EEUU y mayores posibilidades para sus empresas de mantener cuotas de mercado en un mundo global y competitivo). Por poner sólo un ejemplo, restringir el comercio con México y establecer aranceles a la importación de bienes producidos en ese país tendría unos efectos muy graves para muchas empresas estadounidenses que deberían reestructurar sus modelos de producción y experimentarían una subida de costes, lo que reduciría su competitividad. Y esto sin contar con las medidas de represalia que, previsiblemente, adoptarían los países afectados por las restricciones creadas por EEUU. En resumen, estaríamos ante un juego de suma negativa en el que todos –estadounidenses incluidos, desde luego– saldríamos perdiendo.

Reducir la competencia

Tampoco en Europa deberíamos ser optimistas, cuando uno de los países más importantes ha decidido abandonar la Unión y, posiblemente, su mercado único. Cabe argumentar, ciertamente, que el caso británico es muy distinto al estadounidense, y que la nueva situación podría, incluso, tener los efectos contrarios, si la política comercial tras el Brexit consistiera en abrir en mayor grado la economía del país a los mercados internacionales. Y esto es lo que defienden, sin duda, algunos de los que apoyaron la salida de su país de la UE. Pero tengo muchas dudas de que la opinión mayoritaria en Reino Unido esté hoy a favor de tal estrategia. Lo que los datos del referéndum indican es que el Brexit no habría triunfado sin el fuerte apoyo que recibió en las zonas más industriales de Inglaterra por parte de unos trabajadores que buscaban reducir la competencia de los trabajadores inmigrantes y conservar sus empleos con salarios más elevados. Y no es fácil que, en el futuro, apoyen una política de liberalización del comercio exterior que permitiría a los empresarios trasladar parte de su actividad fuera de Gran Bretaña para producir con costes más bajos. Pensar que los laboristas, que no mostraron ciertamente gran entusiasmo por mantener a su país en la UE, vayan a convertirse en librecambistas abiertos al mundo tiene, en mi opinión, poco sentido.

Y discursos similares se escuchan en otros países. Lo que en Francia, por ejemplo, plantea el Frente Nacional para “defender” a los trabajadores no es muy diferente. Y no olvidemos que la izquierda en muchos otros países –España, incluida– es también muy poco proclive al comercio abierto; y coincide con la derecha nacionalista en su rechazo a los tratados de comercio e inversiones internacionales. No cabe duda. El proteccionismo vende bien en nuestros días. Y lo malo es que quienes lo compran no se dan cuenta del precio que tendrán que pagar por el producto

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