Burke y la fractura del contrato social
6 de noviembre de 2020

Occidente se encuentra hoy en una encrucijada, fruto de un cúmulo de circunstancias que ya asolaban nuestra civilización y que el coronavirus no ha hecho más que acelerar a una velocidad alarmante. Sociedades envejecidas, un proceso de globalización cada vez más rápido que dificulta la adaptación, así como la inmigración de personas de diferente procedencia, pero con un destino preferente… No cabe duda de que pandemia ha derivado en sindemia, entendida como una epidemia sinérgica con numerosas dimensiones a cada cual más importante. Así, los principales desafíos a los que se enfrentan las democracias liberales en la actualidad son de índole sanitaria, pero también económica, política y social, que venían de antes y ahora quedan agravados. Y nuestra respuesta a estos desafíos era importante, pero ahora también es urgente.

En un mundo donde los avances científicos y tecnológicos marcan la precisión —y aceptabilidad— de los elementos analíticos, es habitual pasar por alto e incluso despreciar abiertamente las enseñanzas que la Historia nos ofrece. Este desdén por la Historia parece, sin embargo, del todo imprudente. Y lo es al menos por dos motivos. En primer lugar, porque el desconocimiento de la Historia —en concreto, de nuestra propia Historia— es uno de los factores por los que Occidente se ha convertido en el Dasein de Heidegger; un ser arrojado en el mundo, eyectado al mundo, devorado por el mundo… En segundo lugar, y esto es aplicable sea cual fuere el desafío al que nos enfrentemos, el protagonista de la historia es siempre el mismo, el hombre, con sus virtudes y defectos, con unas señas de identidad que le llevan a repetir actuaciones con una acusada capacidad de predicción. De ahí que sea sorprendente el desdén de muchos hacia el estudio del pasado, que tantas claves encierra tanto para el presente como para el futuro.

Este mismo repaso a la historia puede realizarse en el plano del pensamiento político, pues el segundo elemento al que hacía referencia antes también se manifiesta en las reflexiones que el hombre ha venido realizando sobre la sociedad y la estructura política que la vertebra. Quizá uno de los autores que más luz arroja sobre muchos de los desafíos actuales sea Edmund Burke, padre “oficial” del conservadurismo moderno pero que en realidad habría de serlo de un liberal conservadurismo de corte liberal clásico. Y es que así lo fue en su época, que es como habría de juzgarse la historia y sus protagonistas, en lugar de hacerlo con la mirada empañada y prejuiciosa del presente. Así, Burke era miembro del partido liberal (Whig), apoyó la resistencia colonial al abuso de la metrópoli británica y se opuso a la Revolución Francesa, lo que le llevó a liderar la facción más conservadora del Partido Whig, a la que denominó Old Whigs. Así, parece que los críticos contemporáneos han preferido apartar así a Burke y su obra a una cierta periferia, cegados quizá por la falaz asunción de que el liberalismo es sinónimo de individualismo, lo que ha llevado en multitud de ocasiones a obviar la riquísima tradición del liberalismo clásico en relación con el asociacionismo y la sociedad civil. Una tradición de la que también es miembro destacado Alexis de Tocqueville, también condenado al ostracismo ante la preeminencia que se les ha otorgado a autores anti asociacionistas como Hobbes, Locke o Hume. Craso error. Incluso Adam Smith comprendió que la empatía o, mejor dicho, la solidaridad, son fundamentales, contraviniendo el encumbramiento del utilitarismo por parte de Hume, o del egoísmo hobbesiano. No es baladí que escribiese su Teoría de los sentimientos morales (1759) antes que La riqueza de las naciones (1776). En cuanto a las clasificaciones que los contemporáneos emplean, baste recordar que las etiquetas construyen tribus mientras que las ideas mueven el mundo, al margen de la categoría en la que las hayan encumbrado o relegado.


Burke ha sido aparcado a cierta periferia por la falaz asunción de que el liberalismo es sinónimo de individualismo


Dentro del amplio legado de pensamiento que acrisolan las obras de Burke, su reflexión sobre el contrato social merece especial atención, especialmente a la vista de la fragilidad que parece presentar en la actualidad. En Occidente, los generosos estados de bienestar blindan a los segmentos de población de edades más avanzadas, caladeros fundamentales de votos y beneficiarios netos del sistema, mientras que los más jóvenes difícilmente entran en el mercado de trabajo, pueden adquirir una vivienda o desarrollar sus planes vitales, lo que augura una inminente guerra de edades. Por otro lado, la parasitación marxista de la causa feminista y el revisionismo histórico ha llevado a la guerra entre sexos y entre nosotros y nuestros antepasados. A su vez, oleadas consecutivas de inmigrantes hacia Europa y la agenda globalista han llevado a reafirmar la distinción entre “los nuestros” y “el resto”, como cada vez que han ocurrido desplazamientos poblacionales de grandes proporciones y a gran velocidad. Estos no son más que algunos ejemplos de las numerosas las líneas de falla que se han abierto y agravado en los últimos tiempos en el seno de las democracias liberales, que cada vez son menos democráticas y menos liberales. Así, el concepto de contrato social —que no es ajeno a un fuerte contenido cuasi-romántico, por no decir mitológico— parece disolverse rápidamente sin encontrar un bote salvavidas en el que sobrevivir a la tempestad.

En Reflexiones sobre la Revolución en Francia (1790), Burke criticó la noción de contrato social entre el soberano y las gentes de Rousseau. De acuerdo con Burke, la sociedad está construida sobre un contrato, pero no solo entre aquellos que están vivos, sino también quienes ya no están y quienes están por venir. Y es precisamente este acuerdo social, que también es intergeneracional y, en gran medida, civilizacional, el que está al borde de la destrucción. Como se ha señalado anteriormente, Occidente vive un clima de tensión social y de polarización ideológica que encuentra su precedente más inmediato en el tiempo en el periodo de posguerras mundiales. En este punto es preciso recordar que la Segunda Guerra Mundial fue verdaderamente ideológica mientras que la Primera fue una Gran Guerra de imperios en la que todos ellos perecieron, salvo el estadounidense, que nació dando paso a un nuevo mundo del que somos herederos y que quizá ve ahora su ocaso. Esta polarización es causa, y también consecuencia, de gruesas fracturas en el seno de nuestras sociedades. Sin embargo, todo ello es condición necesaria pero no suficiente para amenazar el consenso democrático hasta ahora reinante. Tampoco lo es, a pesar de su gravedad, el revisionismo histórico motivado por una izquierda radicalizada de innatas condiciones revolucionarias que hace que cualquier acuerdo tácito, implícito e incluso moral con nuestros antepasados tenga siquiera un ápice de actualidad y, por descontado, de validez. La ruptura es su seña de identidad de la revolución, sin valorar si normativa e instrumentalmente, un sistema, estructura o acuerdo merecen la pena ser salvaguardados o respetados en su totalidad o en parte.

Estas son dos condiciones necesarias para explicar el desmoronamiento del contrato social, pero un tercer elemento es fundamental pues actúa como catalizador de los factores anteriores, y es la errónea consagración del consentimiento como base para la autoridad política y la obligación. Así, el consentimiento es hoy la principal doctrina de la legitimidad política. Sin embargo, mientras que Burke reconocía que algún tipo de contrato había de existir como base de la sociedad, rechazaba el dogma del consentimiento. Al contrario que lo defendido no ya por la izquierda radical, sino por algunas corrientes del liberalismo (de corte más anarquista y populista) con exponentes de la talla de Thomas Jefferson, para quienes la revolución ha de renovarse periódicamente, pues “el árbol de la libertad debe regarse de vez en cuando con la sangre de patriotas y tiranos. Ésta constituye su abono natural”.

Burke, lejos de abogar por ninguna suerte de autoritarismo, era defensor a ultranza de la libertad. Sin embargo, quienes alertan de los peligros para la libertad que entrañan la revolución perenne, del sometimiento de cuestiones básicas de convivencia a plebiscitos, consensos frágiles, etc., a menudo son tachados de autoritarios. La cuestión no radica en la elección entre libertad o autoridad sino en comprender que la libertad, en sentido positivo, necesita de ciertas condiciones que hoy nos son arrebatadas. Y es que, como también señalaba Burke, en nuestras sociedades los hombres tienen derechos, pero no en un sentido abstracto sino como resultado de ser miembros de una específica comunidad política, históricamente desarrollada a través de complejos y sofisticados acuerdos. Una comunidad política que es fruto de un conjunto de costumbres y sistemas de valores, de comportamientos, prejuicios, intereses y opiniones, que orgánicamente se han unido o entrado en sinergias para maximizar sus intereses. Unas características que merece la pena conservar porque instrumentalmente son superiores, como atestigua el mayor desarrollo económico, tecnológico y la mayor prosperidad de la Historia, y moralmente también, de lo que da fe el hecho de que, bajo esta civilización, ahora en agonía, haya logrado las cotas más altas y la mejor protección de derechos y libertades que ninguna otra. El nuestro es hoy modus vivendi del todo suicida, radicado, como señala Jordan Peterson en 12 Reglas para vivir (2018), en “sobrevalorar lo que no tenemos y despreciar lo que sí”, obviando que “la gratitud tiene cierta utilidad real, [pues] supone una buena forma de protección contra los peligros del victimismo y del resentimiento”, dos de las principales señas de identidad de Occidente en la actualidad. Gratitud y solidaridad hacia nuestros conciudadanos, hacia quienes nos precedieron y hacia quienes nos sucederán. Sólo así se salvará lo que tanto esfuerzo ha costado construir.

*Este artículo fue originalmente publicado por Fundación Disenso el 05 de noviembre de 2020

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