Sáhara
18 de diciembre de 2020

Transcurren los días y continúa el debate sobre los efectos del reconocimiento estadounidense de la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental. Los artículos se suceden en los medios de comunicación, mientras los grupos parlamentarios y el propio Gobierno parecen aquejados de un ataque de pasmo. Todos, a fin de cuentas, de forma activa o por sonora pasividad, vienen a reconocer el impacto de dicha medida sobre la política seguida y sobre la imagen internacional de España, potencia administradora del proceso de descolonización de este territorio por encargo de la Organización de Naciones Unidas.

La cuestión del Sáhara Occidental es un problema creado por España. Desde el momento en que entró en la agenda descolonizadora de Naciones Unidas, España, la metrópoli, recibió el encargo de gestionar su descolonización mediante la convocatoria de un referéndum, en el que los saharauis decidirían si querían la independencia o la incorporación al Reino de Marruecos. España incumplió sus obligaciones y cedió ilegal e ilegítimamente la administración del proceso a Marruecos. Como era previsible, la ONU no lo aceptó, alterándose radicalmente el proceso en curso.

Marruecos presionó a España en un momento de debilidad institucional. Franco, tras largas y penosas enfermedades, se acercaba a su fin y las autoridades políticas querían evitar situaciones de riesgo que pudieran alterar el delicado proceso de transición hacia una Monarquía que, a nadie se le ocultaba, debería pilotar la transformación del régimen resultado de una guerra civil en una democracia. Se cedió ante el chantaje marroquí, arrostrando una humillación que pesaría sobre el prestigio de nuestra diplomacia durante décadas. Las autoridades del momento eran plenamente conscientes de que aquellos Acuerdos de Madrid, más que ceder la administración, implicaban la plena integración del Sáhara en el territorio marroquí. Nadie se engañaba. No habría referéndum.

No hay duda de que es un gran éxito para la diplomacia marroquí. Mientras tanto, la española ha quedado fuera del proceso negociador, sin margen de maniobra y poniendo tristemente de manifiesto su inanidad en la esfera internacional. La transición del franquismo a la democracia fue un éxito y España se fue incorporando paulatinamente a su entorno internacional de la mano de una diplomacia renovada. Para la España democrática, la cuestión saharaui representaba una penosa humillación de difícil asunción. Ante la herencia recibida, se optó por una política de dignidad, con efectos más estéticos que prácticos. España se sumó a la posición de Naciones Unidas de no reconocer la soberanía marroquí y de exigir la convocatoria de un referéndum para que la población saharaui pudiera decidir libremente su futuro.

Como era previsible, Marruecos consideró esa posición un ejercicio de hipocresía y un gesto poco amistoso. A partir de ese momento actuó en consecuencia. Nadie iba a invadir el Sáhara para garantizar su independencia, ni siquiera Argelia. El tiempo corría a su favor. España dependía de Marruecos en varios frentes, que se fueron incrementando con el paso del tiempo: pesca, migraciones, narcotráfico, islamismo, inversiones…, bazas diplomáticas que Rabat administraría según conviniera en cada momento. Como el almirante Carrero aconsejó a Franco en los peores momentos del aislamiento internacional del régimen, sólo cabía “aguantar y esperar”. Si la Guerra Fría trajo consigo el levantamiento de la presión sobre la España de Franco, las tensiones internas del islam –musulmanes vs. islamistas, árabes vs. iraníes, árabes vs. turcos– acabarían liberando a Marruecos de la presión sobre cómo resolver la cuestión saharaui. Marruecos estableció una política práctica para ganarse el apoyo de Francia, los Estados árabes de referencia y, finalmente, Estados Unidos. La crisis de Perejil fue una lección de la que sacaron provechosas conclusiones, a diferencia de lo ocurrido en España.

El PSOE pasó en tiempo récord de ejercer de portaestandarte de la causa saharaui a buscar un entendimiento con Marruecos, una vez comprendió las vulnerabilidades nacionales ante las bazas diplomáticas marroquíes. Formalmente, los dos grandes partidos políticos españoles se mantenían fieles a la doctrina de Naciones Unidas, pero el PSOE fue más allá, estableciendo con el entorno del monarca alauí unas relaciones más íntimas y comprensivas. Marruecos siempre ha preferido Gobiernos socialistas, hasta la llegada del actual Gobierno social-comunista, con el que no se siente cómodo.

Ni populares ni socialistas han hecho nada efectivo para resolver la cuestión saharaui, conscientes de que tras la cesión de la administración del proceso descolonizador se escondía una ya inevitable integración; de que el coste de un enfrentamiento por esta causa con Marruecos sería tan estéril como gravoso; y de que, a fin de cuentas, el interés superior de España en este tema pasa por garantizar la propia estabilidad de Marruecos. El riesgo de quiebra de la monarquía alauita es paradójicamente su mejor baza diplomática. Ni en Madrid, ni en París Bruselas o Washington se confía en el futuro del Reino. No es este el momento de analizar la imagen que en estas capitales se tiene del Majzén, el auténtico Gobierno de Marruecos, pero es cualquier cosa menos positiva. No hay un plan B, o Marruecos se moderniza en todos los sentidos o nos tendremos que enfrentar a una crisis para la que ni estamos ni estaremos preparados.

El tiempo es uno de los grandes actores de la Historia y acostumbra a jugar en favor de quien sabe lo que quiere y es constante en el empeño. Finalmente, Estados Unidos ha cedido cuando las circunstancias diplomáticas lo han aconsejado. Tenía que ocurrir más tarde o más temprano, y en las postrimerías de 2020 se ha hecho realidad. No hay duda de que es un gran éxito para la diplomacia marroquí. Mientras tanto, la española, responsable ante la comunidad internacional de la descolonización de su antigua colonia del Sáhara Occidental, ha quedado fuera del proceso negociador, sin margen de maniobra. En gesto de distante dignidad, se ha envuelto en la bandera del Derecho internacional y del multilateralismo, que en su momento holló creando un problema que ahora se vuelve contra ella, poniendo tristemente de manifiesto su inanidad en la esfera global.

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