Por qué España ocupa una vergonzosa trigésima plaza mundial en innovación
13 de septiembre de 2020

Hay personas que sienten añoranza de aquellos pretéritos tiempos en los que cada uno podía planificar el itinerario de su vida. Tener previsto lo relevante proporcionaba una tranquilidad plácida y perdurable. Ahora, como la evolución del mundo resulta menos previsible, nos sentimos en algunas áreas un guiñol en manos de un destino impredecible. La crisis del coronavirus nos ha recordado que disponemos de menos margen de maniobra que antes y que somos muy vulnerables.

Hay algunos ingenuos bien pensantes que creen que el Gobierno puede procurarnos el marco estable que ansían. ¡Craso error! Nuestros ministros están tan perdidos como nosotros y se asemejan a pollos sin cabeza correteando por la Moncloa. La seguridad singular que el ciudadano busca no se la pueden dar los políticos, ni una Administración totalitaria, sino que la debe lograr cada uno, asumiendo que vive en un mundo aceleradamente cambiante.

No hay que temer a las crisis, porque constituyen ventanas de oportunidad para los audaces. Sin ellas, no existiría la innovación. La inquietud, la zozobra, el desasosiego son claves para que dinamicemos nuestro potencial. El ingenio lo despierta la necesidad y el talante inconformista. Si estamos satisfechos, no inventaremos nada. Para que suceda algo mejor, tiene que morir lo obsoleto e implantarse, a veces con incomprensiones, la novedad. Todo proceso creativo valioso exige un entorno voluble, flexible y versátil, porque un escenario estático se resiste a sustituir lo mediocre que todavía funciona por lo nuevo.

Fuente: Actualidad Económica

La innovación requiere, además, una actitud proclive al asombro. Para descubrir lo inédito, hay que tener una mente abierta, bucear en lo no convencional y encontrar sentido a la diferencia ilógica. Esforzarse por el crecimiento interior para convertirse en la mejor versión de uno mismo siempre agranda la imaginación. En este intento, los medios de masas, y especialmente los ligados a las pantallas, hacen un flaco servicio al desarrollo de la creatividad. Cuando todo el mundo ve lo mismo y se emociona con idénticos relatos, la homogeneidad del pensamiento se instala en nuestras mentes, lo que facilita que nos manipulen los déspotas que administran la corrección política.

Aunque las actitudes sobre la innovación descritas no resulten mensurables, sí lo son los resultados que provocan. El Índice de Innovación Bloomberg es una buena medida. Utiliza métricas que incluyen el gasto en investigación y desarrollo (I+ D), la capacidad de fabricación y la concentración de empresas públicas de alta tecnología. Los criterios técnicos que usa este índice para valorar la innovación son: intensidad de la I+ D, valor agregado de la producción, productividad, densidad de empresas que desarrollan alta tecnología, eficiencia terciaria, concentración de personal de investigación y actividades patentadas.

La clasificación muestra que la innovación española ocupa la vergonzosa trigésima posición en el mundo (65,11 puntos). Alemania encabeza la lista (88,21) y le siguen Corea del Sur (88,16), Singapur (87,01), Suiza (85,67) y Suecia (85,50). La validez de estas puntuaciones la refuerza el que su correlación con el porcentaje de PIB destinado a I+ D sea muy alta: de 0,793. España necesita reinventarse mediante incentivos a la I+ D, porque estancarse en la mediocridad nos convertirá en un país irrelevante. 

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