Política de etiqueta
16 de noviembre de 2020

La combinación de la inteligencia artificial y la política señala que no es buena idea simplificar. Está ampliamente demostrado que el ser humano decide, en la gran mayoría de las ocasiones, por lo que llamamos “reconocimiento de patrones” y no tras un análisis razonado. Vemos que una situación se parece a otra en algunos aspectos y asumimos que son iguales en otros. Esto sirve para predecir la trayectoria de una pelota, reconocer un paso de cebra, o interpretar una expresión, de una forma rapidísima. Además, funciona mejor cuanta más experiencia (más patrones) acumulamos.

También lo hacen los animales. Y así funciona justamente lo que denominamos Inteligencia Artificial (IA). Se la entrena ofreciéndole miles de casos sobre algo, para que aprenda a correlacionar indicios. Por ejemplo, es capaz de analizar imágenes médicas y detectar cánceres. O predecir lo que vas a escribir en el móvil.

El reconocimiento de patrones, sin embargo, tiene sus límites. Un ensayo demostró que se podía engañar a un sistema de IA militar para que confundiera unos símbolos concretos con imágenes de tanques. Otros experimentos (involuntarios) han probado que estos sistemas son perfectamente susceptibles de regirse por criterios racistas, porque no analizan todos los datos de los que disponen, ni disponen de todos los datos. Detectan violencia en zonas con población negra y asignan a cualquier persona negra una probabilidad alta de ser violenta.

Los sistemas de IA solo correlacionan, observan. No entienden. Pueden predecir, pero sus modelos presentan restricciones (y en general, no sabemos ni en qué consisten). Las decisiones que toman pueden resultar correctas en casos estándar, dotados del mismo trasfondo y contexto que los de su entrenamiento. Pero hasta ahí llegan.

Los humanos tenemos otras formas de decidir. De ahí lo de “animales racionales”. Podemos intentar comprender lo que pasa, acudir a causas no evidentes, aplicar criterios de valor complejos. Podemos ir más allá de las etiquetas. Nos hemos dado cuenta de que las cosas no son siempre lo que parecen. Que una parte no permite juzgar adecuadamente el todo.


Una sola etiqueta no basta para describir todas las facetas de nada, y menos de una persona


El banquero central de Hitler hizo bien en abandonar el patrón oro. Pablo Picasso se portaba de pena con las mujeres. Tomás Moro, el primer utópico, creía en la esclavitud. Una sola etiqueta no basta para describir todas las facetas de nada, y menos de una persona. No se puede juzgar correctamente nada ni a nadie por una taxonomía.

Y, sin embargo, tendemos a simplificar. Hace la vida más fácil, sobre todo cuando contamos con poca información. Aporta agilidad. Cuando una decisión urge o reviste poca relevancia, tomarla en función de patrones (es decir, de manera “instintiva”) normalmente ofrece ventajas. Pero si la cuestión es importante y podemos informarnos bien, la única opción sensata pasa por intentar trascender las etiquetas. Mostrarnos racionales y razonables.

De hecho, la trampa básica de la propaganda política radica en la generación de etiquetas (de buenos y malos, de propios y ajenos, enemigos y aliados), que, por definición, mienten, y están diseñadas para tapar los matices. Las propuestas absurdas, los líderes corruptos, la incompetencia, se envuelven en retratos robot favorables (son “los nuestros”). Las ideas que podrían ayudar, las personas válidas, las buenas intenciones no derriban una etiqueta hostil, la cual contribuye enormemente a definir la vida política con trazo grueso.

Así, el ciudadano se guía por el mantra de «apoyo a los de tal etiqueta», hagan lo que hagan, pacten lo que pacten y se alíen con quien se alíen. La historia muestra hasta qué punto estas simplificaciones acaban mal… Un patrón que convendría reconocer y tener en cuenta.

Cuanto más complejos resultan los tiempos y más confusa la información, más probable es que se recurra a juicios sencillos. De ahí la facilidad del populismo para extenderse en las crisis, y su tendencia a ofuscar las fuentes fiables. Donde no hay verdad, solo queda fiarse de los eslóganes. Lo mismo ocurre con la capacidad de análisis y la educación: su ausencia fomenta el marchamo simplista.

De todo esto se pueden sacar consecuencias, ya sea razonando o por patrones. Pero siempre se debería partir de la distinción entre las personas y las etiquetas.

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