Pedro el alquimista
9 de octubre de 2019

Suenan redobles de tambor electoral y el PSOE ejecuta mejor que nadie su estrategia. Es la ventaja de ocupar el Gobierno en funciones y carecer de escrúpulos. Solo así se explican las principales propuestas de su programa económico. A saber, el aumento del SMI, la subida de las pensiones y la derogación de la reforma laboral. Al PSOE le resulta indiferente que los principales servicios de estudios económicos nacionales e internacionales, economistas notables, agrupaciones empresariales y hasta el propio Banco de España desaconsejen estas y otras medidas. En el juego de la política, todo vale. Incluso, demoler las ya frágiles defensas de una España vulnerable a la crisis que se nos avecina.

Repasemos brevemente las tres propuestas estrella. En primer lugar, ligar las pensiones al IPC apuntala el voto cautivo, pero hace todo lo contrario con el sistema de pensiones. Algo similar sucede con la promesa de seguir incrementando progresivamente el salario mínimo interprofesional hasta situarlo al final de la legislatura en el 60% del salario medio, de acuerdo con la Carta Social Europea. Poco parece importar que el paro suba y que las afiliaciones a la Seguridad Social registren su peor dato en los últimos seis años. En cuanto a la derogación de la reforma laboral del PP o, a juicio del PSOE, de sus aspectos más dañinos, nada se ha hecho al respecto —o no les han dejado— en todo el tiempo que Sánchez ha estado en La Moncloa, pero como reclamo luce bien bajo los focos de la campaña electoral.

Todo esto demuestra que, cuando la realidad demanda una cosa, Sánchez propone justo la contraria. Cuando la coyuntura económica y el estado de las cuentas nacionales —y, dicho sea de paso, la libertad— exigen una rebaja tributaria, mayor flexibilidad laboral y una reforma estructural del sistema de pensiones, el PSOE hace más onerosa la fiscalidad, más rígido el mercado de trabajo, y bloquea la tercera, ahondando en el perjuicio de todas estas realidades. Y, mientras tanto, sigue amasando un voto cuya renuncia a la libertad en aras de la comodidad derivará más pronto que tarde en una pérdida de ambas.

Todo ello pone de relieve dos factores que resulta necesario destacar. Por un lado, que las políticas no son asépticas, sino ideológicas. Y, salvo milagro, los malos ingredientes dan lugar a pésimas recetas, indiferentemente de su orden en la mezcla. De tal ideología, tal política, máxime cuando Sánchez no posee una piedra filosofal capaz de transformar un metal pobre en oro o plata. La economía no es alquimia, por mucho que haya alquimistas disfrazados de economistas.

Por otra parte, también hay que señalar que la política de un país —en especial, la económica— puede acometerse con honestidad o impudor, al margen de sus virtudes o defectos. Como resulta evidente, el incentivo mayor y principal de la clase política consiste en capitalizar su discurso y propuestas en forma de votos. Y aquí, según decía al comienzo, la aparente falta de escrúpulos del sanchismo se revela como un arma eficaz contra sus contendientes. Un buen ejemplo lo encontramos en el negacionismo con olor —o hedor— a zapaterismo. En esos términos se expresaba ayer la ministra de economía en funciones, Nadia Calviño, al asegurar que “por supuesto”  avisaría en caso de que otra crisis económica se abata sobre España, a la vez que remarcaba que, hoy, “nada hace presagiarla”. Como si se tratase de una muerte cuyo pésame no se quiere pronunciar, aunque todos estén viendo al difunto con sus propios ojos. Quizá las condolencias lleguen después del 10-N.

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