Limitar el precio del alquiler, el golpe de gracia
6 de marzo de 2020

Una de las noticias de carácter económico más destacables de los últimos días versa sobre la intención del Gobierno de llevar una iniciativa al Congreso para limitar con un precio máximo los alquileres antes de este verano. No es una medida baladí, sino, más bien, una política pública que ha fracasado históricamente y que solo un 2% de los economistas más eminentes del panorama internacional respaldan.

Efectos de la introducción de precios máximos

Henry Hazlitt, en su célebre obra Economía en una lección, apunta que “cuando el gobierno pretende fijar precios máximos tan solo para algunos artículos, suele elegir ciertos productos básicos, alegando que es esencial que los pobres puedan adquirirlos a un coste razonable” (p.155). A primera vista, la introducción de ese precio máximo puede parecer un acto de simple caridad, por lo que oponerse a tal intervención estatal se trataría de una postura inhumana. De hecho, esto caracteriza a las políticas demagógicas que, día sí y día también, implementan los socialistas: subordinar la medida a un criterio de moralidad, por lo que rechazarla te convierte, de facto, en un inmoral. Los políticos socialistas no son tontos. Saben perfectamente que la fijación de precios máximos y mínimos en el mercado siempre conlleva su desequilibrio y que, aunque, a corto plazo, puede reportarles rédito electoral y la consolidación de sus votos, en el largo, la verdad acabará saliendo a la luz, a través de los nefastos efectos de unas políticas basadas en el populismo y no en la lógica.

¿En qué consistirán estos efectos? En primer lugar, ese precio máximo pasará a considerarse el razonable, e irracional todo aquel que se sitúe por encima, con independencia de los cambios en las condiciones de producción o en la demanda surgidos tras la aprobación de tal medida. Sin embargo, como cualquier persona con mínimas nociones de economía puede entender, mantener el precio de un bien o servicio por debajo del de mercado no es neutral: su demanda aumentará (puesto que resulta más barato), y su oferta se reducirá. El resultado final, la escasez. Asimismo, esa disminución en la oferta provocará que se empleen menos factores productivos para generar ese bien. Si al empresario ya no le compensa producirlo por los escasos márgenes de beneficio que le reporta, los factores productivos que se utilizaban, como la mano de obra, ya no se destinarán a tal función. En otras palabras, establecer precios máximos suele traducirse en un mayor paro. Y aun cuando este no llegue a ser desmesurado, los salarios de las personas que pudieran conservar el trabajo habrán de bajar, de la misma forma que los precios.


Al mantener los precios bajos, se está beneficiando indirectamente a los que más poder adquisitivo tienen


Llegados a este punto, en el que la oferta se ha contraído y el paro, muy probablemente, ha aumentado, al Gobierno se le ocurrirá la “brillante” idea de otorgar subsidios para que la producción de ese bien se reactive. Así, pensarán, los productores ofertarán ese artículo y los consumidores lo comprarán -pues el precio máximo sigue vigente. Sin embargo, al hablar de subsidios, siempre se olvida la segunda cara de la moneda: nunca se obtiene algo a cambio de nada. Según esta lógica, cada persona, en su papel de contribuyente, como diría Hazlitt, se subvenciona a sí misma en su papel de consumidor. Es más, al mantener los precios más bajos de lo que cabría esperar en un mercado libre, se estaría, indirectamente, beneficiando a los que más poder adquisitivo tienen (y que, aun con un precio mayor, pueden conseguir ese bien), a costa de los económicamente más débiles.

Principales efectos de los precios máximos en el mercado del alquiler

Así pues, lo que parecía tratarse de una medida animada por la mejor de las intenciones ha derivado en un auténtico problema. La oferta se reduce, la demanda se incrementa, se origina escasez, el paro aumenta, los salarios bajan, y todo esto acaba por afectar a otros sectores de la economía (si los sueldos menguan, menos se podrá ahorrar y, por tanto, consumir).

Pero, ¿qué ocurre en el caso concreto del mercado del alquiler? En primer lugar, como ya hemos explicado, la oferta de viviendas en este régimen disminuirá. Esto, irremediablemente, traerá aparejado un racionamiento (no todo el que lo desee podrá arrendar una vivienda) y esa asignación se producirá a base de la discriminación de unos frente a otros:

  • Inquilinos que realmente no necesitan un inmueble lo acabarán ocupando, por su bajo precio.
  • Se reducirá la movilidad o rotación: las personas que tengan un contrato de alquiler no querrán desprenderse de él, por miedo a no encontrar otro piso.
  • La raza, la religión, la renta o la orientación sexual podrán convertirse en criterios que usen los propietarios (los que aún queden en el mercado) para seleccionar a los inquilinos ante una demanda tan elevada.

Asimismo, y dado que con el precio máximo se está fijando la rentabilidad máxima que se puede obtener, los propietarios dejarán de invertir en nuevas viviendas para arrendarlas, o no reinvertirán en la mejora de las que ya poseen. O, si lo hiciesen, sería para revalorizarlas de cara a su posterior venta. Como mantenerlas en alquiler ya no saldría rentable, la oferta de estos inmuebles acabará por reducirse.

Limitar el precio del alquiler ha fracasado históricamente

Durante la primera mitad del s. XX, muchas ciudades de América y Europa implantaron un sistema de control de los precios del alquiler. Tras la Segunda Guerra Mundial, ante su ineficacia, la mayor parte de las urbes que lo habían aplicado lo eliminaron. Sin embargo, persistió en Nueva York. Las consecuencias resultaron desastrosas:

  • Muchos inmuebles se volvieron inhabitables y acabaron por abandonarse.
  • Los beneficiarios de los alquileres fueron en su mayoría personas de clase media-alta (y no de baja, como se pretendía con el control de precios).

Como es de suponer, Nueva York no tardó mucho tiempo en derogar esta pésima regulación.

El problema del alquiler en España

Los alquileres en España tienen un problema, y se llama oferta. Hay muy poca para la gran demanda existente. Concretamente, en Madrid, en 2015, había 2.500 pisos vacíos, de los cuales, ya se han puesto en el mercado mucho más de la mitad, por lo que no quedan ya, prácticamente, viviendas vacantes. Por tanto, el precio de los alquileres está subiendo 1) porque la economía está mejorando y, sobre todo, 2) porque no se está construyendo. Y, siguiendo la más estricta ley de la oferta y la demanda, cuando la primera escasea respecto a la segunda, en condiciones normales, los precios se elevan.

En la pasada burbuja inmobiliaria, el problema era justamente el contrario: se construyó mucho más de lo que hacía falta. La oferta superaba con creces la demanda, y no la absorbía el mercado. Así, urbanizaciones enteras del extrarradio se convirtieron en auténticos pueblos fantasma.

Visto lo visto, la solución no pasará por regular el mercado. Más bien, se empeorará la situación; la receta consiste en liberalizar suelo y construir.

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