La necesidad de controlar el poder fiscal del Estado
19 de noviembre de 2020

Durante gran parte del siglo XIX y XX, la aspiración máxima de todas las corrientes que integran el modelo socioeconómico socialista ha sido la socialización de la propiedad de los medios de producción.

El socialismo del siglo XXI, denominado así por primera vez por Heinz Dieterich en 1996, encarnado, y popularizado por Hugo Chávez en su discurso de 2005 en el V Foro Social Mundial, a pesar de la palabrería de este déspota, no deja de ser sino el mismo perro, con distinto collar. El único cambio real que plantea respecto a su predecesor nominal consiste en su renuncia a este viejo anhelo. El socialismo del siglo XXI ya no pretende la propiedad de los medios de producción. Ahora se conforma con apropiarse directamente de la producción.

El temor de Lenin, fingido o no, de que el socialismo terminara derivando en el modelo de producción asiático, caracterizado por la subordinación de todos los trabajadores al Estado, se ha hecho realidad en todas las experiencias socialistas que se han llevado a cabo en el mundo, empezando por aquella de la que él se convirtió en protagonista.

El problema resulta aún más dramático que el hecho de que el socialismo se muestre ineficaz en lo económico e inmoral en lo político. Esto se da por descontado. Con lo que no contábamos es con el peligro que supone que, incluso en los Estados democráticos, la lógica expansiva del poder esté poniendo en cuestión el derecho fundamental a la propiedad, creando un estamento burocrático con una capacidad ilimitada para maximizar los ingresos tributarios. Esta clase política con un “poder impositivo” absoluto, amparándose en las tradicionales excusas para aumentar la recaudación (la promoción del bienestar, la utilidad social o el interés público), han creado una Administración sobredimensionada e ineficiente que no responde a las necesidades de los ciudadanos, sino a las suyas particulares.

Con este objetivo, han construido un sistema perverso que se retroalimenta indefinidamente: los dirigentes políticos, para mantener sus privilegios, precisan cada vez más de medios para perpetuarse en el poder.  Entre ellos, y a falta de resultados que presentar a la sociedad, tienen que acudir habitualmente a la “compra” de votos vía subsidios. En sus modernas estrategias de campaña, ha cobrado especial importancia la segmentación de electores en función del origen de sus ingresos (sector privado o sector público). Por tanto, orientan sus actuaciones fundamentalmente a los votantes que, como ellos mismos, dependen económicamente del Estado, ofreciéndoles recursos a cambio de apoyo electoral y utilizándolos de coartada. Esto implica un progresivo incremento de los tributos, que, a su vez, reduce la parte productiva del país, hasta el colapso definitivo.


Si queremos tener una sociedad sana, debemos procurar un equilibrio racional entre lo público y lo privado


Políticamente, esto se traduce en una sociedad polarizada, que los gobernantes fomentan con el fin de aumentar su electorado. Ahora bien, los ciudadanos deben saber que esta disyuntiva ideada por estos mediocres es totalmente falsa. La “redistribución de la riqueza” en la que pretenden apoyarse moralmente, cuando sobrepasa ciertos límites, solo puede surtir resultado a corto plazo. Vista con una perspectiva más amplia y menos sectaria, hay que admitir que lo público no puede existir sin la riqueza creada por el sector privado. Todos vamos en el mismo barco; por tanto, en el medio y largo plazo, este enfrentamiento de intereses no existe. Si queremos tener una sociedad sana, en la que se base un Estado eficiente, sólido e inclusivo, debemos procurar un equilibrio racional entro lo público y lo privado, que no responda únicamente a intereses partidistas.

El economista y empresario José Ramón Riera ha realizado un estudio para el Foro Séneca, que se publicará a principio del próximo año, donde demuestra que se puede reducir en 100.000 millones de euros el gasto público español sin reducir la prestación de servicios. Es decir, el ahorro solo afectaría al gasto estructural de la Administración. Algo que el sector privado hace continuamente y de forma especial cuando se produce una crisis, como a raíz de 2008 y en el momento presente. Emulando y aplicando técnicas empresariales conocidas como de las “mejores prácticas”, analiza los gastos y propone reformas encaminadas a generar dicho ahorro, algo que, desde la Transición, no se ha planteado ningún gobierno.

Evidentemente, eso beneficiaría al conjunto de la sociedad española; los únicos afectados negativamente serían los políticos y sus “allegados”. Pero da la casualidad de que estos son los que ostentan el poder y, por tanto, la capacidad para hacerlo. Se necesitarán muchas iniciativas y una presión extrema por parte de la sociedad para que estas medidas pueda llegar a considerarlas cualquier gobierno, por lo que resulta dudoso que su aplicación ocurra antes de que la situación se vuelva insostenible. En España carecemos de un liderazgo capaz de dirigir a la sociedad por el camino correcto antes de tropezar. Siempre han de darse de bruces varias veces antes de plantearse que quizá haya que hacer algo.

Históricamente, las subidas injustificadas de impuestos han originado protestas e incluso revoluciones. El nacimiento de la potencia hegemónica del mundo actual, Estados Unidos, se encuentra en el Motín del Té. Precisamente, y como corresponde a un líder, en este tema también se trata de la primera y principal referencia. La proposición 13 de California de 1978 representa el punto de partida a nivel mundial de un movimiento que aspira a una auténtica “revolución fiscal”, que ponga fin al crecimiento explosivo del sector público.

En España, actualmente uno de los países donde este cambio resulta más necesario, la solución solo puede venir de una sociedad civil unida en torno a esta demanda, que exija el establecimiento de controles adicionales para garantizar que la actividad del Estado permanezca dentro de los límites aceptables.

Ha llegado el momento en que los españoles debemos entender que, antes de entrar en disquisiciones sobre si el paquete de prestaciones sociales actual es el indicado, hemos de abordar el recorte del “gasto político”, que únicamente beneficia a sus dirigentes.

España, ahora más que nunca, no se puede permitir gastos superfluos, los cuales constituyen una pesada losa que no debemos aguantar por más tiempo, pues resulta ineficiente, antidemocrática y moralmente injusta para todos.

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