La guerra del agua
21 de enero de 2018
Por admin

La gestión del agua bien sea a través de la privatización total de la oferta bien mediante su gestión en régimen de concesión por compañías privadas ha sido un poderoso y eficaz instrumento para facilitar el acceso de los consumidores al abastecimiento seguro y de calidad de un bien básico. Por eso resultan llamativos los intentos por parte de algunos poderes públicos, los ayuntamientos en el caso español, de municipalizar su prestación. Este planteamiento sólo obedece a criterios de naturaleza ideológica sin justificación socioeconómica, sobre todo, cuando la regulación es un medio suficiente para conseguir los objetivos perseguidos por las autoridades. Se vuelve a incurrir en el error tradicional de identificar el suministro de un bien o servicio esencial con su administración por la burocracia estatal, regional o local.

De entrada, los análisis de costes comparativos entre la provisión privada frente a la pública de bienes y servicios da soporte a la conclusión que la primera es más eficiente que la segunda. La evidencia empírica sugiere que, en promedio, el costo para el sector público de proveer una cantidad y calidad X de output es aproximadamente el doble de lo que ello importa al sector privado. Este resultado se repite con tanta frecuencia que se ha convertido en una regla de oro, en un teorema clásico de la moderna teoría económica. Las excepciones a esta conclusión sólo se producen cuando, en determinados mercados, una mala regulación produce efectos indeseados e indeseables pero ese es un clásico fallo de Estado, no imputable a las compañías privadas que operan dentro del marco de incentivos establecido por la Administración.

Desde algunos ámbitos de la opinión se sostiene que el agua es un derecho humano y, como existe un riesgo evidente para la vida humana, si no se dispone de ella, su distribución ha de realizarse de manera democrática; esto es, ha de permanecer en manos de los gobiernos y no de las de empresas privadas cuyo único interés es maximizar sus beneficios. Este enfoque es absurdo y demagógico. El acceso a la comida es también un derecho humano. La gente se muere si no come y los países en los que los alimentos se han pretendido producir democráticamente ni han tenido comida ni democracia. Esta es la paradoja típica de todos los sistemas de planificación.

Un argumento popular y falaz sobre la gestión privada del agua es que ello se traduce en un aumento del precio pagado por los usuarios. Esta afirmación tiende a olvidar un hecho relevante. Trátese de la privatización total o de concesiones, el precio de ese recurso no es establecido por las fuerzas de la oferta o la demanda o por las empresas en abuso de su posición dominante en un espacio geográfico que constituye un monopolio natural, sino por las autoridades político-administrativas. En primera y última instancia, ellas son las responsables del precio que pagan los consumidores. Por lo que se refiere a España, hablar de carestía de ese recurso en cualquier tipo de consumo –doméstico, industrial o agrícola– es sencillamente una broma. Las ganancias logradas por las concesionarias son el resultado de mejoras de eficiencia, incentivo del que carece el sector público.

En el caso español, en aquellas ciudades en las cuales la infraestructura es administrada por el sector privado, la competencia no opera dentro del mercado, porque es un monopolio natural, pero sí existe para decidir quién entra en el mercado. El proceso de concesiones es competitivo lo que en teoría y en la práctica permite un equilibrio óptimo: evitar las ineficiencias potenciales de la gestión de un monopolio natural y facilitar la contestabilidad competitiva del mercado. Este esquema permite combinar los incentivos asociados a un esquema de libre mercado con la consecución de los objetivos públicos.

En el caso de España existe una larga, beneficiosa y fecunda tradición de gestión privada del agua. Gracias a ello la infraestructura de recursos hídricos ha mejorado de una manera sustancial, los ciudadanos disfrutan de un suministro de agua barata y de calidad y la regulación ha garantizado, pese a sus deficiencias, un marco de seguridad para la provisión de un bien-input esencial. España es un caso de éxito de la gestión privada de las infraestructuras de agua allá donde existen y, por tanto, resulta incomprensible la puesta en cuestión de un modelo que ha funcionado de manera eficiente y justa.

Pensar que la municipalización del agua en manos de funcionarios-políticos que carecen de experiencia de gestión, de los incentivos adecuados para gestionar ese recurso escaso y con una restricción presupuestaria y de conocimiento evidentes constituye una vía peligrosa para asegurar a los consumidores una oferta de agua razonable en términos de seguridad y calidad similares a los actuales y supone anteponer criterios ideológicos que se han mostrado fracasados a los intereses de los usuarios. Esto constituiría un evidente retroceso frente a la situación actual en perjuicio de todos.

Mark Twain decía que «el whisky es para beber y el agua para vivir». Dejar en manos del sector público, con su crónica incapacidad de gestión, un recurso de esa índole es sencillamente un disparate en términos sociales y económicos. Por añadidura el deterioro a la infraestructura existente del agua, que necesita ser modernizada de manera permanente, derivada de su potencial gestión por ayuntamientos que no saben ni conocen el mercado es jugar con fuego. ¿Alguien puede pensar en su sano juicio que unos burócratas locales son capaces de administrar el agua mejor que una compañía privada que lleva décadas dedicada a esa actividad?

En este España, crecientemente populista en la que los criterios de racionalidad ceden cada día más terreno a la demagogia cutre-irresponsable, la municipalización-politización de la gestión del agua puede ser una verdadera tragedia porque constituiría una evidente lesión a los intereses de los consumidores. Puestos a mejorar la oferta de recursos hídricos a los usuarios, la respuesta no sería municipalizar el líquido elemento, sino, al contrario, avanzar hacia su completa privatización. Obviamente, esta formula es o parece ser inviable en un país cada vez más estatista en el que el discurso podemita-populista es de facto aceptado por todos.

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