Greta Thunberg y el capitalismo
8 de noviembre de 2019

Greta Thunberg. Su nombre se ha convertido durante el pasado año y medio en un habitual de los medios de comunicación, y su presencia en ellos se ha intensificados estos últimos seis meses. Por si alguien no la conoce aún, Thunberg es una autoproclamada «activista por el clima» de 16 años que lanzó el movimiento Fridays For Future, una movilización de la sociedad civil para reducir los efectos de la acción humana en el cambio climático, como, por ejemplo, nuestra huella de CO2 anual.

Pero el problema, más que en los objetivos, reside en los medios propuestos para alcanzarlos. Solo hay que escuchar algunos discursos de Thunberg, leer un par de sus artículos y… voilà! Queda al descubierto sin ningún disimulo su profunda ideología anticapitalista, un sistema al que culpa de todos los males y frente al que propone fuertes políticas intervencionistas con las que trata de «salvar el mundo». Sin entrar a juzgar si estas medidas resultan o no eficaces a largo plazo para la protección del medioambiente, sí se puede afirmar que Thunberg es profundamente ignorante sobre los más elementales conceptos de economía, en especial los incentivos de mercado.


Una transición energética tan rápida dispararía los precios, con un efecto regresivo en la sociedad


El movimiento Fridays For Future ha declarado en repetidas ocasiones que su meta principal pasa por conseguir, al menos, una cuota de producción de cero emisiones que suponga el 75% del mix energético total. En casi todos los países, esta contribución de las energías limpias no supera el 35%, y es inferior al 30% en más de la mitad de los Estados miembro de la UE. Así pues, el discurso de Thunberg choca frontalmente con el hecho de que una transición energética tan rápida como la pretendida dispararía los precios, debido a la carencia actual de medios de generación e infraestructura. Este aumento tendrá un obvio efecto regresivo en la sociedad, ya que aquellos que se sitúan en los quintiles más bajos de la escala de distribución de ingresos son, a su vez, los que más porcentaje de estos dedican al consumo energético.

El movimiento Fridays For Future ha ignorado parcialmente este argumento, aunque acaben de proporcionar una supuesta solución al problema; una que, según ellos, también ayudará a disminuir las emisiones a corto plazo. Piden un impuesto de 180 euros por tonelada de CO2 emitido. Para que se entienda el impacto de este gravamen, recurrimos a los cálculos de Luis Gómez, un bioquímico español residente en Alemania, autor del blog Desdeelexilio:

Los niños salen los viernes a la calle y reclaman un impuesto al CO2 de —por ejemplo, en Alemania— 180 €/T al año… ¡desde ya mismo! Y proponen un nivel CERO de emisiones de CO2 para el 2035. En España, donde emitimos unos 325 millones de toneladas de CO2 al año, la factura de un impuesto como el propuesto supondría unos 58.500 millones de euros al año.

Para que se hagan una idea de lo significativo de la cantidad: en 2018 nos gastamos en educación 51.275 millones de euros. Hablamos de 58.500 millones de euros que, repentinamente, abandonarían las arcas privadas para engrosar las del Estado, supongo que para subsidiar organismos de control, observatorios diversos, parados y empresas de dudoso éxito comercial, pero con un «encomiable» proyecto sostenible.

Pero, ¿por qué los impuestos masivos y coercitivos no representan una solución? ¿Por qué en este caso resultaría mucho más eficiente una fiscalidad pigouviana?

En primer lugar, hablemos de los impuestos al carbón. Para ser eficientes y justos, deberían registrar unos ingresos neutros o que, al menos, se destinaran a ayudar a los más directamente perjudicados por la contaminación. ¿Por qué? Muy simple. Por las externalidades negativas. Pero, ¿qué son? Pues el nombre técnico que se da a aquellos efectos indirectos, positivos o negativos, causados por una actividad que desarrolla un tercero, en la cual no se encuentra implicado el agente al que afectan.

Por ejemplo, si alguien abre una tienda de bicicletas en el centro de la ciudad, podría contribuir a reducir el nivel de polución en la zona. Un fumador creará a su alrededor fumadores pasivos. Lo que ocurre con la contaminación es bastante similar al segundo ejemplo. Una fábrica puede imponer costes (no solo monetarios) sobre terceros no relacionados con su actividad comercial. Para interiorizar ese coste, el Estado intervendrá, introduciendo un impuesto al carbón, o un impuesto pigouviano, que recibe dicho nombre por el conocido economista británico Arthur C. Pigou. Este tributo no solo servirá para internalizar costes, sino también para desincentivar dicha actividad contaminante, al exponer sus costes reales.

La clave para lograr un alto nivel de eficiencia a través de este impuesto estriba en que su objetivo sea, no maximizar ingresos, sino minimizar los costes sobre terceros. Pongamos un ejemplo de un tributo medioambiental que se ha implementado de mala manera, y otro con el que se hizo perfectamente. Para ilustrar el primer caso, recordemos el famoso impuesto al diésel del presidente Sánchez, por el que se igualó su precio al de la gasolina. Afectó principalmente a aquellos que dependían en mayor medida del gasoil, sobre todo pequeños negocios con furgonetas, o conductores de vehículos grandes con familia numerosa. Se configuró así como un impuesto regresivo, con un peor impacto sobre quienes presentan una situación económica poco favorable.

Por el contrario, un caso de impuestos pigouvianos bien articulados fue el de Canadá. Justin Trudeau siguió las recomendaciones de algunos economistas como Gregory Mankiw y decidió establecer un recargo de 20 dólares por tonelada de CO2, que subirá hasta los 50 dólares a principios de 2022. Esta no es la parte buena, sino que el 90% de los ingresos que se obtengan regresarán, en forma de cheques, al bolsillo de los ciudadanos, responsables directos de cómo gastarlos, y no el Gobierno. Según cálculos efectuados por la Administración canadiense, cada familia recibirá una media de 700 dólares al año procedentes del nuevo impuesto al carbón, lo que compensará totalmente las externalidades negativas de la contaminación.

El economista Lorenzo Bernaldo de Quirós ha escrito varias veces sobre el dependence path de las inversiones en el sector enérgico. Esto significa que las decisiones de inversión tomadas hoy en relación a este sector mostrarán sus resultados efectivos en el muy largo plazo, motivo por el que los costes dinámicos del proceso de descarbonización tienen mayor importancia que los  estáticos. Por eso resulta esencial reducir costes de infraestructura, procedimientos burocráticos y barreras de entrada. Estas políticas de flexibilización facilitarían la Inversión Financiera Directa proveniente de países con una enorme especialización en nuestro sector de interés, como China, Israel o EE.UU.

Si somos propietarios de algo, deberíamos responsabilizarnos de todos los costes que produzca. Por tanto, los impuestos al carbón estarían justificados siempre y cuando su objetivo consista en internalizar costes, y no en confiscar: justo lo que pretende Thunberg y su movimiento.

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