Emprendimiento
1 de febrero de 2021

La capacidad emprendedora de un país constituye, en cierto modo, un indicador del ejercicio de libertad de sus ciudadanos. En España, el todopoderoso Estado es muy grande, tal como lo demuestra que el sector público suponga un 51,5% del PIB. Por el contrario, la sociedad civil resulta mucho más pequeña y está fragmentada. La tentación de convertirse en funcionario es para muchos ciudadanos irresistible, máxime cuando el salario medio de los empleados públicos ha superado en un 54% al del resto de los trabajadores en ejercicios anteriores.

Constituir una pequeña empresa en España resulta agotador y consume una energía que debiera dedicarse a la generación de valor innovador. De acuerdo con el informe Doing Business del Banco Mundial, las facilidades para la apertura de un negocio colocan a España en la posición 27 de los 34 países de la OCDE. Además, hay desincentivos más frustrantes con los que tropieza todo emprendedor, por animoso que sea, como la rigidez de nuestra legislación laboral para contratar, la asfixiante burocracia y, sobre todo, unos impuestos tan gravosos que pueden llegar a disuadir del intento.

Según la 21 edición del Global Entrepreneurship Monitor 2020 (GEM), España ocupa el puesto 47 en el porcentaje de personas implicadas en un emprendimiento de los 50 países analizados. Solo hay tres naciones en peor situación: Pakistán (50), Italia (49) y Macedonia del Norte (48).

Fuente: Actualidad Económica

Curiosamente, los cuatro países más emprendedores se encuentran en Latinoamérica: Chile, Ecuador, Panamá y Colombia. Si tan solo consideramos a los miembros de la OCDE, España sería el segundo con peor puntuación. Respecto a la tasa de éxito emprendedor, si seleccionamos los países de la OCDE, Canadá (8,4%), Chile (8,3%) y Colombia (5,6%) ofrecen los mejores resultados, mientras que la clasificación la cierran Italia (0,8%), Japón (1,1%) y España (1,6%).

Las citadas cifras corroboran una impresión compartida por muchos profesores de universidades españolas: el escaso interés por ser empresario que muestran los alumnos, incluidos los del grado de Administración de Empresas. Sorprende que tantos universitarios brillantes prefieran entregar los mejores años de su vida a superar oposiciones tan difíciles como la de abogado del Estado y, en cambio, no abunden quienes, tras adquirir experiencia en una actividad prometedora, se atreven a constituir su propio proyecto profesional.

La actual precariedad del empleo privado fomenta que se priorice por encima de todo la estabilidad laboral y que se tema el riesgo de una forma desproporcionada. Es triste que a la gente joven se la eduque en una cultura homogeneizadora, en la que optar por crear una empresa se perciba como una decisión imprudente. La postura proteccionista de tantos padres que obsesionan desde pequeños a sus hijos con conseguir un puesto bien remunerado, de por vida, en la Administración lleva a preguntarse si así se realizarán en plenitud las cualidades distintivas de cada persona.

En el programa de liderazgo emprendedor de Fundación Civismo se pudo comprobar de primera mano que los universitarios solo necesitan que se avive su intuición para descubrir sus potencialidades singulares y, a partir de ahí, dinamizar su iniciativa. Esto les impulsa a plantearse iniciar un proyecto autónomo, que les convierta en ilusionados artífices de su futuro. Ese reto de aprender a ejercer la propia libertad conduce a alcanzar la mejor versión de uno mismo, lo que se traducirá, con el tiempo, en una vida lograda.

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