Entre las múltiples enseñanzas que la crisis del coronavirus ha traído consigo (que no son todas las que traerá) figura la de que el Estado-nación, que muchos creían ya moribundo y, en el mejor de los casos, obsoleto, goza de buena salud. Este es el único diagnóstico posible a la vista de que, en primer lugar, se postula como único agente capaz de adoptar decisiones contundentes para paliar los efectos de la pandemia y poner freno a su incesante propagación. El fenómeno aislacionista a nivel estatal no parece solo comprensible, sino también necesario (dejando de lado consideraciones normativas), dado que, como señalaba en mi último artículo, la falta de respuesta a nivel europeo ante esta crisis de dimensiones globales corrobora la inexistencia de alternativas viables a la intervención estatal. De nuevo, la incapacidad de las entidades supranacionales para dar respuesta a problemas de alcance mundial, como la emergencia climática, pone en tela de juicio su propia razón de ser, que no es otra que la utilidad.

Además, en segundo lugar, el Estado se trata del único receptor de las llamadas de auxilio, de socorro incluso, de sus ciudadanos. No se escuchan gritos de “¡sálveme, Naciones Unidas!”, sino “¡sálveme, Estado X”. Y lo hacen todos sin distinción: desde los nacionalistas recalcitrantes, pasando por el ciudadano medio, hasta los globalistas empedernidos que se proclaman “ciudadanos del mundo” (o que, al menos, así lo hacían cuando todo iba bien).

Este último punto da fe de otro fenómeno interesantísimo, a saber, el proceso de igualación, identificación e incluso confusión entre nacionalistas nativistas y proteccionistas económicos. ¿Lo que estamos viviendo es propio de una dictadura, de una democracia iliberal o de una liberal? Términos que poca información aportan ya que, en lo que se refiere a la puesta en práctica de las medidas de confinamiento, por ejemplo, las diferencias resultan peligrosamente inapreciables. En este sentido, el coronavirus ha equiparado a los razonables y a los no razonables, a los tolerantes y a los intolerantes, pues todos abogan, al margen del maquillaje discursivo empleado, por medidas muy similares. Santiago Abascal lo sacó a relucir anoche desde la tribuna del Congreso de los Diputados. Y razón no le faltaba. En los primeros compases de la crisis (es decir, cuando el Gobierno todavía no la consideraba como tal), muchos tildaron a Vox de nacionalista por su deseo de cerrar las fronteras, política que ahora han adoptado, en mayor o menor medida, la práctica totalidad de los países del mundo, así como incluso la Unión Europea. Incoherencia manifiesta, que también pone de relieve esa igualación de los verdaderamente nacionalistas o proteccionistas o intolerantes con los que no lo son; entre los intransigentes y los que, sencillamente, desean superar la crisis. Peligroso enredo, pues, quizá, cuando esto acabe, el desembrollo no se produzca, o al menos, no completamente. ¿El motivo? Que el Estado, cuando pone su formidable maquinaria en marcha, es el Estado. Sin apellidos ni calificativos.

A la vista de esta disrupción global, no me atreveré a proclamar el fin de la globalización como la conocemos, o la decadencia del orden liberal internacional. No obstante, sí que aventuro un duro proceso de reflexión cuando el viento amaine. Resulta lógico pensar que la crisis dejará alguna secuela. Secuelas que pueden, y deben, hacer que nos replanteemos la arquitectura mundial y nacional, en especial, todo lo relativo a la falta de efectividad actual de la primera cuando surge el miedo y las personas buscan desesperadas liderazgo y soluciones rápidas. ¿Estamos ante el renacer del Estado? El tiempo lo dirá.

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