El paulatino derrumbe del orden liberal
23 de octubre de 2020

La terrible experiencia de dos guerras mundiales llevó a los vencedores de la segunda a establecer un orden internacional que impidiera la repetición de situaciones como las vividas. El nuevo orden partiría de unos principios claros, se dotaría de un complejo marco institucional y de una normativa. Ese orden está en la base del período más prolongado y rico conocido en términos de paz y progreso. Desde 1945 hasta el inicio de la Gran Recesión se desarrolló la III Revolución Industrial, fundamento del auge de las democracias parlamentarias y de los Estados de Bienestar. Un mundo que, por mor de la evolución de los acontecimientos, se está viniendo literalmente abajo.

Tras el derribo del Muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética pareció despejarse el camino para desarrollar aún más el orden liberal. Sin embargo, las ilusiones despertadas por el auge del proceso de globalización se desvanecieron pronto ante el auge de movimientos izquierdistas primero y conservadores después, coincidentes, si bien por distintas razones, en su rechazo. La competencia en un entorno global ha venido generando una formidable mejora en la oferta, pero a costa de llevarse por delante miles de empresas incapaces de adaptarse al nuevo entorno a la velocidad necesaria. El resultado ha sido la formación de una alianza trasversal entre trabajadores y ejecutivos en paro o en dificultades, fundamento de un populismo nacionalista y proteccionista en auge. La Gran Recesión, la pandemia y, sobre todo, la IV Revolución Industrial en marcha no hacen sino agravar esas tensiones sociales. El modelo social que ha dotado a Occidente de estabilidad a lo largo de décadas está en crisis.

Un orden internacional, en el caso de existir, es la expresión de una sociedad. En la actualidad nos encontramos ante distintas circunstancias que nos ayudan a entender por qué ese orden se derrumba. La primera es, sencillamente, que su tiempo ya pasó. Hoy el mundo ha cambiado, los problemas son otros y aquel orden no responde a los requerimientos de nuestros días. Durante años las sesiones del Consejo de Seguridad eran seguidas con atención por diplomáticos, periodistas y académicos. Hasta sabíamos los nombres de los embajadores de referencia y conocíamos sus carreras y posiciones particulares. Aquellos debates suscitaban el interés de los medios de comunicación, cuando no ocupaban sus portadas. Desde la Guerra de Irak el Consejo de Seguridad ha desaparecido de los medios y sólo los profesionales siguen, con mayor o menor interés, sus debates. Tiempo ha que perdió su papel de centro de la política internacional ante la emergencia de nuevos directorios, los denominados G.

Quien lo estableció, Estados Unidos, entonces la potencia emergente, ha dado por sentada su caducidad y concluido que no es ya su función ni liderar su adaptación a un nuevo entorno ni el establecer uno de nuevo cuño. La gran potencia americana tiene suficientes problemas en casa, resultado de los procesos antes descritos, como para asumir funciones que nadie le ha pedido, cuyos costes de todo tipo son elevadísimos y que, a la postre, están en el origen de infinidad de críticas. Renuncia a establecer un orden internacional y asume que nos dirigimos a un entorno de pura competencia entre las grandes potencias desde el mero interés nacional.

Los europeos, sin ideas, energías ni cohesión para actuar de manera decidida, nos agarramos desesperadamente al patrimonio heredado negando su caducidad. Estamos demasiado ocupados en problemas internos como para poder ejercer influencia internacional. El proceso de integración europeo consume tantas energías que nos aboca a un ensimismamiento crónico.

Mientras tanto, los enemigos de la libertad, hoy tan numerosos como siempre, aprovechan las grietas del viejo edificio diplomático para penetrar y, cual okupas, hacerse con él. Poco a poco, y a la vista de que no eran ya capaces de ofrecer un marco alternativo, se contentan con deslegitimar el existente. Lo ocurrido estos días con la renovación de puestos en el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas es un claro ejemplo de esta política. La entidad responsable de hacer valer la Declaración Universal de los Derechos Humanos, uno de los pilares del orden liberal, queda compuesta por una difícilmente mejorable selección de los estados más destacados en su sistemática violación. ¿Cómo podemos respetar esta institución? Es comprensible que Estados Unidos la abandonara, como hizo también con la UNESCO por razones semejantes. La defensa europea de lo que hay, por un pragmatismo de muy corto recorrido, al final sólo sirve para desnaturalizar los restos de un marco institucional levantado para defender la libertad y el respeto a los derechos humanos.

El paso del tiempo, la incapacidad para realizar las necesarias reformas que permitieran su adaptación a los nuevos tiempos y el asalto consentido por parte de los estados menos ejemplares han acabado con el prestigio y la autoridad de unas instituciones sobre las que descansamos, tras la II Guerra Mundial, la siempre compleja tarea de garantizar nuestra seguridad. Comienza una nueva época entre reflejos nacionalistas y giros autoritarios. Veremos hacia dónde nos lleva.

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