El nuevo orden liberal español mató a Montesquieu
10 de abril de 2019

El próximo 28 de abril, los españoles acudirán a las urnas con motivo de las elecciones generales. Con ellas, vuelve, de manera inconsciente, el síndrome del voto, que se apoya en el razonamiento «puedo votar, luego vivo en una democracia», una asunción habitual en el actual orden mundial y que parece caracterizarlo. Sin embargo, la definición de ese nuevo orden liberal internacional carece de consenso. Para unos, viene a ser lo contrario del autoritarismo (liberalismo político); para otros, lo contrario al mercantilismo o la autarquía; mientras que algunos lo oponen al realismo (teóricos de las relaciones internacionales). Lo común a estas tres acepciones es la existencia, en teoría, de unas reglas de juego ­ —leyes—  sobre los poderes del Estado y el papel de la sociedad civil, las cuales encajan mejor en sistemas de gobierno democráticos. En este contexto, resulta conveniente repasar la obra El espíritu de las Leyes, de Montesquieu, uno de los grandes pensadores de la democracia formal y que estableció los tres requisitos que debe cumplir cualquier gobierno de este tipo: separación de poderes —ejecutivo, legislativo y judicial—, sistema representativo e independencia judicial. Por tanto, poner en entredicho estos tres requisitos del engranaje institucional supone, entre otras cosas, declararle la muerte a Montesquieu.

En lo relativo a la separación de poderes, en España, se puede constatar con frecuencia que el gobierno, y más en concreto el partido en el poder, acostumbra a transmitirle al Legislativo un mensaje: «Yo soy el legislador, el que ejecuta las leyes, y el que nombra al poder judicial». Basta con seguir discursos de José Luis Rodríguez Zapatero, Mariano Rajoy, Pedro Sánchez, etc. para comprobar que el poder político no está dividido ni separado. La consecuencia inmediata es, como bien señaló Montesquieu, una «corrupción inevitable”. Una tesis que apoya el artículo 16 de la Declaración de los Derechos de los Ciudadanos, el cual establece que no hay constitución si no hay separación de poderes.

En cuanto al segundo pilar de la democracia, el sistema representativo, ahora que se avecinan los comicios generales, hay que advertir sobre dos cuestiones. Primero, el sistema electoral de listas cerradas en el caso del Congreso de los Diputados; y segundo, la oligarquía estructural de los partidos, por la que los políticos representan a estos, el Parlamento también, y los partidos se representan a sí mismos. Ambas realidades constituyen, en el fondo, un ataque a la representación que debe darse en un gobierno democrático, y que Montesquieu considera la fuente de donde emanan todos los poderes del Estado. Lo que sucede es que se confunden las libertades individuales —consecuencias de derechos— con la libertad política colectiva, que sí emana de una representación efectiva del electorado y de la sociedad civil.

Por último, en el marco del sistema judicial, señaló Montesquieu que para el ejercicio de supervisión sobre el ejecutivo y el legislativo, ese tercer poder ha de tener control sobre la constitucionalidad de las leyes. Si no se da esa circunstancia, “le pouvoir judiciaire est presque nul” (el poder judicial es casi nulo). Si el poder constitucional no es constituyente, sino constituido, se convierte en fuente de corrupción política, en la medida en que se le atribuye por anticipado la capacidad de controlar y/o interpretar la Constitución.

Además de estos tres requisitos, los cuales no se cumplen en España, hay que plantear otras dos cuestiones que se encuadran también en el eje axial de un Ejecutivo democrático: el principio que rige el sistema de gobierno, y la educación.

Sobre el primero, Montesquieu estableció que el principio de la monarquía es el honor; el del despotismo, el temor; y el de la democracia, la virtud. Por esta última entiende la virtud política que, para él, tiene una categoría moral, en tanto en cuanto supone abnegación de uno mismo hacia el bien general. Por desgracia, se ha transformado en lo que bien podría llamarse ‘especulación financiera’. Antaño, los hombres eran libres con las leyes; hogaño, pretenden serlo contra ellas. Antes, la fortuna de los particulares formaba el tesoro público; ahora, el tesoro público es patrimonio de los particulares. Consecuencias de haber abandonado la virtud política montesquiana.


Una débil separación de poderes, poner frenos a la representación y un poder judicial de dudosa independencia declaran la muerte a Montesquieu y a la democracia formal


En lo que respecta al estado de la educación en el orden liberal actual, en general, y en España en particular, resulta preocupante. Así, un pequeño grupo de particulares, tergiversando las funciones del Estado y sus instituciones, están forzando las leyes educativas para que vayan encaminadas a dotarnos de unas habilidades que permitan hacer mucho en poco tiempo, y se enfocan en la especulación, la primacía de las rentas, y el acomodamiento en la rutina, a fin de construir un mercado a su medida y servirse a sí mismos. De ahí la tendencia a eliminar en algunas comunidades autónomas asignaturas como Religión, Filosofía, Historia…  y todas aquellas que fomenten un espíritu crítico. Ese que impediría que formásemos una fila india para rendir homenaje a ese no-mercado basado en, por ejemplo, la especulación financiera y la utilización del Estado en beneficio propio. Montesquieu recordó que las leyes de la educación en una democracia deben ir acordes al principio de esta, la mencionada virtud política, que está en peligro de extinción. La amenazan ese pequeño núcleo de particulares egoístas, que, aprovechando la seducción de los términos talismán —en palabras de López Quintás—, como la libertad y el mercado, pretenden hacer valer lo que simplemente es ambición personal, ilusión y manipulación.

En fin, bajo la égida del orden liberal actual, se le declara la muerte a Montesquieu y, con él, a la democracia formal, a través de una débil separación del poder político, de frenos a la representación, y de una dudosa independencia del poder judicial. Circunstancias que convierten a España en caldo de cultivo para la corrupción.

Por tanto, y de cara a las próximas elecciones generales, se debería abordar, con urgencia, una reforma de la Constitución española —reconociendo y sabiendo perdonar los errores cometidos— para resucitar a Montesquieu y, así, fortalecer la democracia.

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