El nacionalismo al desnudo
20 de octubre de 2017
Por admin

El nacionalismo catalán no nació en la noche de los tiempos, como pretende su mitología, sino a finales del siglo XIX y principios del XX, bajo la influencia del nacionalismo romántico alemán y del trauma depresivo que supuso la pérdida del Imperio en 1898. De esa época data la celebración de la Diada y la letra y música de su himno (para más inri, no declarado oficial ¡hasta 1993!). Pero es desde 1980 cuando el nacionalismo recibe su impulso definitivo con un plan bien definido que no encontró oposición en los sucesivos gobiernos centrales, los cuales, cegados por su ideología, su abulia o su afán de poder (¡tan efímero!), se han dedicado a bostezar en la inopia más absoluta. Dicho plan, eficaz afianzador de la hegemonía política nacionalista, consistía en una estrategia de construcción nacional a largo plazo que se ejecutaría recorriendo dos caminos paralelos: el institucional, logrando que Cataluña poco a poco obtuviera todas las competencias y atribuciones de un país independiente, y el emocional, transformando paulatinamente a la sociedad catalana, que en 1978 se sentía abrumadoramente española, en una sociedad hispanófoba. Llegado el momento en que institucional y competencialmente existiera una independencia de facto y emocionalmente la aversión a España hubiera calado en una mayoría de la población, la independencia de iure ya sólo supondría un pequeño salto que podría darse con facilidad. Por tanto, las cesiones destinadas a apaciguar el nacionalismo no hacían más que enardecerlo.

Era condición necesaria y primordial contemplada desde un principio el dominio y “catalanización” del sistema educativo y de los medios de comunicación públicos en Cataluña como eficaz arma de adoctrinamiento. El plan se ejecutó de forma sistemática a partir de un férreo seguimiento de consignas, y partió de la negación de la existencia misma de España incluso en el uso del lenguaje, arma poderosísima abandonada en manos del nacionalismo. Por ejemplo, mencionar la palabra España estaba prohibido (“el Estado”), mientras Cataluña era siempre definida como “país”. Asimismo, el nacionalismo construyó un relato plagado de imaginarias injusticias sufridas por Cataluña por las que España debía sentirse culpable y redimirse “devolviendo” lo arrebatado. Los documentos internos lo denominaban “el memorial de agravios”, columna básica del programa. De forma alucinante, los sucesivos gobiernos españoles aceptaron dicho relato sin oponer resistencia, haciendo gala no sólo de una supina ignorancia de la historia, sino de un enorme complejo de inferioridad por el que defender la realidad con la misma tenacidad y firmeza con la que el nacionalismo defendía la fantasía suponía un estigma “franquista”.

Josep Tarradellas, presidente de la Generalidad en el exilio hasta su retorno a España en 1977, advirtió del peligro en una carta a La Vanguardia en 1981 y en una entrevista a El País en 1985 denunciando “la demagogia y la exaltación de un nacionalismo exacerbado” y la política “de provocación, sectaria y discriminadora” del gobierno nacionalista catalán, que imponía una “dictadura blanca muy peligrosa” basada en el eslogan “nosotros somos formidables y Madrid siempre se equivoca” y en “un truco muy conocido y muy desacreditado, el de convertirse en víctima”. En efecto, los expertos en psicología social saben que este victimismo colectivo resulta clave para entender la génesis de cualquier nacionalismo. Hace unos años, un grupo de profesores y doctorandos de la Universidad de Tel-Aviv escribió un interesante ensayo (A Sense of Self-Perceived Collective Victimhood, Bar-Tal et al, 2012) que mostraba cómo el victimismo colectivo era transmitido a través de “canales de comunicación e instituciones sociales en el que juega un papel esencial el sistema educativo” y mantenido vivo con constantes efemérides en forma de “fiestas nacionales que recuerden a los miembros de la sociedad su carácter de víctima”. El victimista enfatiza “la maldad del oponente”, deslegitimándolo, y se ve a sí mismo de forma bucólica e inocente, subrayando “la justicia de sus objetivos” y creando un sentimiento “de diferenciación y de superioridad”. El ensayo aclara que el victimismo colectivo es fuente de “beneficios psicológicos, sociales y políticos”, lo que fomenta la perpetuación del conflicto, y posee una fuerza tan potente que “puede llegar a redefinir la identidad colectiva”. Cómo no, “los políticos a menudo utilizan la victimización colectiva como fuente de poder político”. Por último, “la adquisición del estatus de víctima” busca “el apoyo de la comunidad internacional”.

Es evidente hasta qué punto el nacionalismo catalán encaja a la perfección en estas pautas de victimismo colectivo extraídas textualmente del citado ensayo. Su plañidero memorial de agravios sufridos por una Cataluña inocente, pura y paradisíaca frente a una España opresora, perversa y aprovechada ha sido repetido ad nauseam por la propaganda del sistema educativo y de los medios afines. De hecho, el nacionalismo catalán no conmemora victorias sino derrotas como la Diada, día “nacional” catalán que celebra la rendición de Barcelona de 1714 en la Guerra de Sucesión (en la que los catalanes luchaban por su candidato al trono español) como si fuera un lastimoso y fallido intento de secesión. Si el victimismo nacionalista enfatiza “la maldad del oponente”, nada hay más natural que odiarlo, y el recordatorio constante de las supuestas afrentas lleva a la obsesión. Al unir este odio obsesivo al intento de “adquisición del estatus de víctima ante la comunidad internacional”, obtenemos como resultado la asquerosa campaña propagandística realizada por el nacionalismo catalán en medios internacionales (una vez más, ante la abulia gubernamental) con la que la imagen de España ha quedado gravemente dañada. Por último, el victimismo colectivo conduce a un narcisismo pueblerino que centra el mundo en el yo y exalta las pequeñas diferencias, el famoso “hecho diferencial” basado en un sentimiento de superioridad lleno de arrogancia y desdén hacia todo lo español.

El nacionalismo victimista catalán es insaciable: el “memorial de agravios” nunca desaparece y si se eliminan unos enseguida se crean otros que perpetúen el papel de víctima alrededor del cual ha reconstruido su identidad. Ninguna concesión le aplacará; ni siquiera su independencia, a la que seguiría el intento de anexión de parte de Aragón, Valencia y Baleares, la antigua Corona de Aragón que su mitología embustera ha rebautizado de forma ridícula como Países Catalanes y que reclaman como propios. Y si lograran la completa anexión territorial protestarían por los supuestos impedimentos para su pertenencia a la UE, o por los derechos sobre aguas territoriales, o por lo que ustedes quieran imaginarse.

Decía Einstein que es una estupidez seguir haciendo lo mismo y esperar resultados diferentes. Ante el trágala del golpe de Estado que pretende instaurar en Cataluña un totalitarismo nacionalista de extrema izquierda (la República Popular Socialista de Cataluña), no podemos seguir con la política del avestruz, continuar tomándonos en serio sus delirios victimistas o hacer nuevas concesiones en forma de chapuzas constitucionales tras una pantomima de firmeza, como ahora se pretende. La evidencia de las últimas cuatro décadas resulta incontestable: esto sólo alimentará la bestia y agravará el conflicto. ¿Qué hacer, entonces? Reagan venció al comunismo desnudando sus imposturas y lo mismo tenemos que hacer nosotros. En una mano debemos llevar la aplicación de la ley y de la Constitución que aprobó el 91% de los catalanes en 1978, y en la otra, la defensa firme y constante de un relato veraz de la historia de España que desnude y desacredite las fantasías delirantes del nacionalismo. Para ello sólo nos falta un gobierno y una oposición que cumplan la ley, respeten la verdad y crean en España. ¿Será mucho pedir?

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