El ecomarxismo de Greta y los gretinos
9 de diciembre de 2019

El viernes tuvo lugar la Marcha por el Clima en Madrid, bajo el marco de la vigesimoquinta edición de la Cumbre del Clima (COP25) y contando con una invitada de gala, Greta Thunberg, la superactivista mesiánica del clima. La razón de ser de estas cumbres ha sido la creación de un foro político al que se suman organizaciones de la sociedad civil y del sector privado para abordar la crisis climática y buscar soluciones para los fenómenos que ésta produce. Sin embargo, en los últimos tiempos, como ha sucedido con la causa feminista y otras, la ecologista o medioambientalista ha sido colonizada —o, mejor dicho, parasitada— por una suerte de marxismo cultural que, ante la ausencia de clases sociales en cuya lucha prosperar, persigue denodadamente otras causas, depredando especialmente aquellas con un fuerte componente colectivista —o quizá, precisamente por ello.

Así se desprende del hecho de que la causa ecologista cada vez tenga una deriva más anticapitalista y antihumana, pues esa es la esencia marxista. Es anticapitalista pues contempla como némesis al desarrollo empresarial y al libre mercado, impulsando un fuerte intervencionismo estatal a través de la regulación, la fiscalidad y otros medios, bajo la firme convicción de que el capitalismo destruye comunidades, la igualdad y, por supuesto, el Planeta. Sin embargo, esta acepción del capitalismo es incorrecta en, al menos, dos puntos fundamentales. Por un lado, porque el libre mercado convive con, e incluso requiere, un proceso de destrucción creativa continua que no es sino “el hecho esencial del capitalismo”, como señala Schumpeter en Capitalismo, socialismo y democracia (1942), bajo la premisa de que, para alcanzar cotas más elevadas de prosperidad, la eficiencia ha de dejar tras de sí aquellos sectores o empresas menos competitivos, en los que el protagonista es siempre el emprendedor-innovador.

No obstante, lo que tanto cumbres como esta o como, sin ir más lejos, el Sínodo de la Amazonia celebrado en octubre, ponen de relieve, es el segundo factor: la capacidad de adaptación del capitalismo, que es también el principal rasgo de su enorme instinto de supervivencia. La adaptabilidad del libre mercado a un mundo cambiante; a un panorama político, un contexto económico y unas demandas sociales en permanente transformación es uno de sus signos distintivos. Sin embargo, lo que antaño fue una herramienta de resistencia, hoy lo es de rendición. Y esto tiene algunos puntos positivos, pero otros manifiestamente negativos. En cuanto a lo positivo de la “rendición” del capitalismo, destaca su cesión ante nuevas realidades sociales, demandas y sensibilidades. Así lo señaló hace un mes Ana Botín en el marco de la XII Conferencia Internacional de Banca: es preciso “reformar el capitalismo” y repensar el papel que las empresas juegan en la sociedad. Esta reforma excede el ya clásico debate Friedman (teoría de los shareholders)-Freeman (teoría de los stakeholders), sino que responde a una súplica —y, cada vez más, exigencia— social que, además, es ‘licencia’ para operar. O el capitalismo se transforma a sí mismo, o lo hará la presión social y una ola regulatoria de inmensas proporciones.

La cara negativa de la moneda de esta transformación es que la ideología de aquellos a los que el sector privado parece estar dándoles las llaves de la ciudad, como en Las Lanzas de Velázquez, no quedará satisfecha salvo con su destrucción o, como poco, su secuestro, por parte del Estado.

A su vez, la causa ecologista, aunque parezca una paradoja, es antihumana. Lo es porque ir en contra del libre mercado es ir en contra de la libertad, como también lo es encontrar soluciones únicamente desde la imposición —regulatoria, fiscal, etc. Pero, sobre todo, lo es por el pesimismo antropológico que le caracteriza y que tampoco se explica salvo bajo la óptica marxista, pues lo que se opone a la libertad, se opone al ser humano. Es más, existen corrientes radicales de esta religión secular que abogan por la desaparición —más paulatina o más repentina— de quienes han llevado al Planeta a su límite: nosotros.

Este es el panorama, y estos los actores, tanto los públicos como los que se hallan tras el telón. En cuanto a los primeros, están las figuras proféticas y pseudo-mesiánicas, como Greta. A estos les siguen sus acólitos, los gretinos, algunos merecedores del término por su fervor y otros por otro cuasi-homófono, encarnados el viernes en la figura de un Bardem que hizo gala, de nuevo, de una mayúscula hipocresía. Por último, figura el resto, gente bienintencionada con gran sensibilidad por mejorar el entorno que nos rodea. Junto a todos estos, también están quienes, movidos por una ideología totalizante, pervierten causas que de lo contrario serían ciertamente nobles y buscan la dominación. Finalmente, y es aquí donde se aprecia una de esas coincidencias —altamente sospechosas— de la “emergencia climática”, encontramos la connivencia de lobbies corporativos, que surfean la ola regulatoria con la habilidad de quien ha participado en su diseño, con el Estado. De nuevo, el capitalismo ríe a carcajadas, pues se lucra hasta de la causa ecologista y el afán regulatorio del Estado y las organizaciones internacionales. Sin embargo, lo hace con la risa del necio que no sabe que es un reo caminando hacia el patíbulo. En definitiva, se trata de marxismo y, cuando pueda, acabará con todo atisbo de libertad y prosperidad.

Publicaciones relacionadas