Educar en ideología
7 de febrero de 2020

Estos días, el debate político ha contaminado una de las cuestiones más delicadas y esenciales de la sociedad, y de la que, precisamente, debería mantener una cierta distancia: la educación. El derecho fundamental “que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”, garantizado por los poderes públicos (art.27 CE), ha sido moldeado por el Gobierno y sus socios con el fin de justificar la implantación de actividades y talleres escolares que versan sobre cuestiones sensibles (sexualidad o ideología de género, entre ellas), especialmente, para los alumnos más jóvenes, que se encuentran en pleno proceso de desarrollo físico y moral.

Isabel Celáa, ministra de Educación, argumenta la necesidad de estas charlas y actividades en el marco de la “educación integral” que han de recibir todos los niños. En efecto, la formación de las nuevas generaciones no debe tratar exclusivamente materias académicas, sino también unos valores que aseguren una óptima convivencia ciudadana. Sin embargo, el problema surge cuando el Gobierno se entromete en la enseñanza de asuntos que trascienden lo meramente curricular, es decir, cuando decide qué es moral y qué no, pues, entonces, esto dependerá de la ideología del partido que gobierne. Por ello, resulta de vital importancia que la educación no esté en manos del Ejecutivo de turno, ya que, si cambia, lo hará también el sistema educativo, como ya ha ocurrido varias veces en España. 

La libertad de enseñanza se recoge tanto en la Constitución Española (art.27) como en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (art.26.3), e incluye los derechos y deberes de los alumnos y padres, declarados en el informeEurydice de la Comisión Europea. Claro está que esta libertad educativa no se ejerce del mismo modo en cada Estado. Así, el modelo finlandés se enmarca en una ley estable que no cambia con cada gobierno, y esto le hace posicionarse a la cabeza de la clasificación de mejores sistemas educativos a nivel mundial, mientras que España se mantiene todavía por debajo de la media de la OCDE.

Las familias sienten una notable inseguridad cuando la educación entra en los planes del Gobierno, y más, si cabe, cuando este determina qué ética, qué cosmovisión y qué valores se han de impartir en las escuelas.

El afán de este Ejecutivo por el control de las instituciones ya no afecta solo a la Fiscalía General del Estado, sino que se extiende también al ámbito de la enseñanza, hasta el punto de que “es el Estado quien educa”, según Celaá, para añadir que en un “Estado democrático de derecho hay un control ciudadano en todas las actividades”. Este intento de cautivar las instituciones resulta ya algo habitual, de modo que se ha normalizado lo anormal en democracia.

En efecto, la postura del Gobierno de coalición se hizo visible en la comparecencia de la mencionada ministra Celaá, de la de Igualdad, Irene Montero, y de la portavoz del Gobierno, María Jesús Montero, el pasado 18 de enero.  En el contexto de lo que el Gobierno, y la izquierda en general, consideran como “censura educativa”, concretada en el “pin parental”, Irene Montero afirmaba que “los hijos de los padres homófobos tienen derecho a ser educados en valores igualitarios”, o más bien, en los valores de su Ministerio. A la facilidad del Gobierno para descalificar a todo aquel que no secunde sus medidas, se suma la constante reivindicación de los derechos y libertades de los niños. En este sentido, Celáa aseguraba que estos “tienen derecho a recibir una educación en libertad”. En esa misma línea, el ministro José Luis Ábalos tachaba el “veto parental” de quebrantamiento “de la convivencia de los derechos de la infancia”, días antes de reunirse a escondidas con la número dos de Nicolás Maduro, Delcy Rodríguez, vicepresidenta de una Venezuela donde, precisamente, las libertades y derechos más elementales de la infancia se vulneran sistemáticamente a día de hoy.

Como apuntaba Celaá, no existe un derecho que garantice una “educación a la carta”, pero tanto el art.27 de la Constitución Española como el 26.3 de la Declaración de los DDHH reconocen “el derecho que asiste a los padres a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos”, “según la formación religiosa y moral que más se adecúe a sus propias convicciones”.  Además, el art.27.6 CE reconoce también “el derecho de las personas físicas y jurídicas a crear libremente centros docentes, dentro del respeto a los principios constitucionales”. En este marco previsto por nuestra Carta Magna, el 60% de los centros concertados en España se encuadran dentro de la confesión católica, provenientes de un sector más conservador de la sociedad. Tanto en estos como en los privados, la formación en valores depende en mayor medida del propio centro que en los públicos. Por ello, surge la pregunta de por qué la izquierda no promueve la creación de nuevos centros concertados y privados en los que se imparta su ideología. Sin embargo, imponerla a través de los recursos del Estado desde la escuela pública, y hacerlo bajo el título de “educación integral” y “valores igualitarios”, resulta muchísimo más efectivo y menos costoso y arriesgado.


Por qué la izquierda no promueve nuevos centros concertados y privados en los que imparta su ideología


Ante esta intromisión del Gobierno de coalición en las aulas públicas, la derecha y su vertiente más conservadora han propuesto una medida por la que las familias podrán informarse previamente sobre los talleres, charlas y actividades que traten temas tan controvertidos como la sexualidad o la ideología de género, y solo después, consentir que sus hijos asistan o no.

El citado informe Eurydice de la Comisión Europea recoge la organización de los sistemas educativos de los Estados miembros de la UE, y en él se establecen los derechos y deberes básicos de los alumnos y las familias.

Entre los del estudiante figura “su libertad de conciencia, sus convicciones religiosas y morales, de acuerdo con la Constitución”, además de su “identidad, integridad y dignidad personales”. Sin embargo, también tiene el deber de “participar en las actividades formativas y, especialmente, en las escolares y complementarias”. En cualquier caso, llegados a este punto, ¿qué debe hacer un alumno cuando ciertas actividades educativas pueden afectar a sus convicciones morales?

Celaá acierta con su afirmación de que “los hijos no son propiedad de los padres”, y en efecto, solo existe una relación entre ambos de patria potestad, como posteriormente declaró. Pero es precisamente de esta última de donde emanan los derechos y deberes de las familias, entre los que se encuentran “recibir la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones” y “estar informados sobre el progreso del aprendizaje e integración socioeducativa de sus hijos”. Por ello, la aplicación del art.155 en Murcia, pretendida por Victoria Rosell (diputada de Podemos) y respaldada por Celaá, para revertir la implantación del “pin parental”, parece una idea descabellada, puesto que, con ello, “vetarían” el derecho de las familias a informarse sobre las mencionadas actividades y el de asegurar una educación a los hijos fundada en los valores religiosos y morales que más se ajuste a los principios de los progenitores.  

Abundando aún más, el Real Decreto 126/2014, 28 de febrero, establece en la disposición adicional séptima de su artículo 16 que “las campañas de sensibilización, acciones formativas y aquellas necesarias para la promoción de la igualdad, no discriminación y la prevención de la violencia de género se realizarán por los centros docentes fuera del horario escolar, a través de seminarios, talleres y todo tipo de actividades”. Si esto es así, ¿la decisión de un padre sobre la asistencia de su hijo a una actividad extraescolar que no concuerda con sus valores constituye realmente un “veto” o “censura educativa”?

Parece que el control de la educación no proviene, por tanto, de las familias (pues es su derecho y obligación asegurar que esta se amolde a los propios valores), sino del Gobierno. En este control puede rastrearse una de las principales causas del fracaso escolar en España, ya que, como afirma Petja Nylaënen, del Instituto Iberoamericano de Finlandia, la clave del éxito de este país escandinavo, con un 95% de escuelas públicas, reside en que existe “una ley de educación que no cambia completamente cada cuatro u ocho años” y que se mantiene al margen de los virajes ideológicos de los partidos.

Difícilmente se podrá ofrecer una enseñanza neutral, apuntalada por unos principios que persigan una buena convivencia social, si cada Gobierno establece su propio sistema de moral en las escuelas públicas. Por el momento, la concertada, y esencialmente la privada, suponen un salvoconducto para que las familias eviten, en cierto grado, la interferencia ideológica gubernamental; sin embargo, no es accesible para todos. Por esta razón, resulta necesario un pacto transversal por la educación, con el fin de liberarla de todo contenido ideológico y partidista, tanto en la enseñanza de valores cívicos como en el estricto ámbito académico.

En definitiva, la educación no es un deber exclusivo de la familia: como reza un dicho africano, se necesita toda una tribu para instruir a un niño, pero no todos en la tribu tienen el mismo derecho a hacerlo. En este sentido, son los padres quienes ostentan el derecho primario, y, por ende, el correlativo deber, y no el Estado, cuya prerrogativa no puede ser sino secundaria. No se trata de una coeducación entre ambos, pues la responsabilidad y el peso recaen en la familia y, por tanto, no se hallan al mismo nivel.  Únicamente, allá donde los padres no alcanzan, o en la formación de materias de conocimiento, no ideológicas o de moral (ya que estas corresponden a la familia), aparece la función subsidiaria del Estado. Una subsidiariedad que ha de ser respetada a la vista del ansia adoctrinadora de quienes nos gobiernan.

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