Discriminación salarial
9 de julio de 2019

¿Por qué los salarios de las mujeres son, en promedio, inferiores a los de los hombres? Para mucha gente la respuesta es obvia: porque hay discriminación por motivos de sexo en el mercado de trabajo. Y comprobar esta afirmación parece simple. Si observamos los datos, vemos que tales diferencias salariales existen. Pero, como tantas veces ocurre en economía, detrás de un hecho que parece indiscutible, existen factores que al principio no se ven y que muestran que el tema es bastante más complejo de lo que parecía inicialmente.

Lo primero que habría que preguntarse, si la discriminación fuera la causa principal de las diferencias salariales, es por qué discriminan los empresarios. Se supone que son agentes económicos racionales, que buscan su propio beneficio. Pero si es así, tiene muy poco sentido que estén dispuestos a pagar más a un varón cuando podrían contratar a menor precio a una mujer con las mismas características profesionales. Una primera respuesta podría ser que no son siempre los empresarios los que deciden que los salarios de grupos distintos sean diferentes. Y en la historia hay muchos ejemplos de esto. Un caso era el de países en los que existía segregación racial, en los que los sindicatos de trabajadores blancos eran los que presionaban para que a sus afiliados se les tratara mejor que a los negros. Y, en lo que a diferencias por sexo hace referencia, los sindicatos europeos hasta fechas relativamente recientes, reclamaron salarios más altos para los hombres que para las mujeres. Puede argumentarse que estas estrategias sindicales han desaparecido, afortunadamente, hace tiempo; y, sin embargo, la discriminación sigue existiendo. Algo habrá que hacer, piensan muchos, y se concluye que lo más razonable es que el Estado adopte medidas -coactivas, si es preciso- para lograr la total equiparación salarial entre hombres y mujeres: a igual trabajo, igual salario. Fácil y justo.

Análisis

Pero las cosas son más complicadas. Y un análisis detallado de la cuestión nos permite encontrar aspectos relevantes que no se aprecian a simple vista. Al margen de que sea difícil en muchos casos determinar qué son empleos y trabajos «iguales», el principal problema es que las diferencias salariales no tienen por qué ser consecuencia de la discriminación. Es decir, incluso en el caso de que no existiera discriminación alguna, los salarios no tendrían por qué ser igual. Hasta fechas recientes, los sindicatos europeos reclamaron salarios más altos para los hombres Tanto en formación académica como en la adquirida en el puesto de trabajo, el nivel es similar les. Hay otras razones que justifican las diferencias.

Los economistas calculan la discriminación como un residuo. Supongamos que, en promedio, los salarios de los hombres son un 25% superiores a los de las mujeres. Puede haber diversos factores que expliquen, al menos parcialmente, estas diferencias (duración de la jornada laboral, formación en el puesto de trabajo, experiencia, ausencias y permisos, etc.). Y estas circunstancias muestran, en buena medida, por qué unos salarios son más elevados que otros. Supongamos que son capaces de justificar, por ejemplo, el 15% de la diferencia. En tal caso, el residuo -ese 10% que no somos capaces de explicar- nos determinará la discriminación.

Naturalmente, no resulta fácil establecer cuál es la dimensión exacta de este residuo; y los especialistas no se ponen de acuerdo en su cálculo, ofreciendo, con frecuencia, cifras poco homogéneas. Pero esto ocurre en muchos otros ámbitos de la economía laboral. Sabemos que el factor principal a la hora de fijar un salario es la productividad del trabajador. Pero la aplicación de esta idea a situaciones concretas es siempre difícil, en especia] en las estimaciones a corto plazo. Lo que resulta claro a la luz de la experiencia y la evolución de los datos a lo largo de las últimas décadas es que las diferencias salariales entre hombres y mujeres se han reducido de forma significativa. Esto se debe, principalmente, a que el nivel de capital humano de las últimas se ha aproximado al de los primeros, tanto en lo que se refiere a la formación académica como a la adquirida en el puesto de trabajo; y es probable que también el residuo haya disminuido al igualarse de forma paulatina la participación de unos y otras en el mercado de trabajo. Y todas las estimaciones apuntan a una mayor convergencia en los años futuros.

Pero denominar discriminación a cualquier diferencia salarial entre hombres y mujeres no tiene sentido. Es posible que resulte útil para la propaganda política. Pero no deberíamos caer en un error tan burdo. Y, más importante aún, ningún gobernante debería tratar de regular el mercado de trabajo a partir de un argumento tan tosco.

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