Asustando con D’Hondt
26 de marzo de 2019

En la democracia representativa, el pueblo vota a sus (supuestos) representantes, pero el resultado final depende decisivamente de los recovecos que esconda la ley electoral de turno, cuya redacción nunca es casual. En este artículo explicaremos brevemente los entresijos de la ley electoral española (que no son como se cuentan) y analizaremos a modo de ejemplo cómo un partido político está utilizándola en una burda campaña de propaganda.

La igualdad política suele resumirse en la relación “un hombre = un voto”. Sin embargo, en la democracia representativa la cuestión relevante es la relación entre votos y escaños, que es lo que determina arbitrariamente la ley electoral. En España (como en muchos otros países) esta relación no es ni mucho menos proporcional. Dado que la idea de proporcionalidad suele asociarse al concepto de justicia (salvo en los impuestos sorprendentemente), parece lógico defender que cuantos más votos obtenga un partido, más representantes deberá tener en el Congreso (los defensores de los sistemas mayoritarios, por el contrario, priorizan la cuestión de la gobernabilidad en sistemas, como el nuestro, que no distinguen entre poder ejecutivo y legislativo, y donde gobernar se confunde lamentablemente con legislar). El problema es que dicha asignación proporcional de escaños tiene una dificultad de orden práctico, puesto que al dividir el número de votos entre el número de escaños casi siempre obtendremos una cifra con decimales. Para resolver este problema de redondeo existen varios sistemas que distribuyen los escaños muy proporcionalmente pero sin restos, siendo D’Hondt uno de ellos. Para que la ley D’Hondt sea neutral (que es para lo que fue diseñada) debe aplicarse en circunscripciones que tengan muchos escaños, en cuyo caso su aplicación dará resultados prácticamente proporcionales, respetando así la voluntad popular. El problema, por tanto, no es D’Hondt, sino que, para favorecer intencionadamente el bipartidismo y mimar a los nacionalistas (que supuestamente se sentirían integrados en España y dejarían de dar la plasta), la ley electoral española eligió la provincia como unidad de recuento de votos (o circunscripción) y exigió que todas ellas (las 50 más Ceuta y Melilla) estuvieran representadas en el Congreso. Esto creó muchas circunscripciones con pocos escaños y obvió la desproporción entre población y escaños asignados. Madrid, por ejemplo, con un censo de cerca de 5 millones de votantes tiene 37 escaños asignados, mientras que Ceuta tiene 60.000 votantes y 1 escaño, y Soria 77.000 votantes y 2 escaños.

La distorsión que resulta de aplicar inadecuadamente D’Hondt a circunscripciones pequeñas y desiguales es evidente. Por un lado, favorece a algunos partidos nacionalistas concentrados en pocas provincias; por ejemplo, el PNV obtuvo en 2015 el triple de escaños que IU con sólo un tercio de los votos. Por otro lado, en las circunscripciones pequeñas de otras regiones favorece enormemente a los dos mayores partidos nacionales. En una circunscripción de un solo escaño, el partido más votado obtendrá el único escaño en liza (o sea, que con sólo un 25% de los votos es como si lo hubiera votado el 100% de la población), y en una circunscripción con dos escaños, los dos partidos más votados coparán ambos.

El verdadero culpable

Por lo tanto, D’Hondt es inocente de la distorsión que provoca nuestra ley electoral. El verdadero culpable es la circunscripción provincial (hecho que callan los partidos beneficiados por ella), por lo que si se quisiera garantizar la proporcionalidad entre escaños y votos, España simplemente debería tener una circunscripción única. En este caso, la ley D’Hondt, como mucho, sumaría o restaría un solo escaño a algún partido, que es lo que se espera de un método cuyo objetivo es simplemente el redondeo.

Si España hubiera tenido un sistema de circunscripción única (siempre aplicando D’Hondt para el redondeo) la historia política habría sido diferente: nunca habría habido más que cuatro o cinco partidos representados, ni el PNV, ni los proetarras, ni ERC habrían obtenido nunca representación, UPyD habría alcanzado en su cénit 18 diputados (y no 5) y los comunistas habrían tenido mucho más peso. El PP no podría haber gobernado en 1996 sin apoyo del PSOE o IU, pero habría mantenido, algo mermadas, sus mayorías absolutas del año 2000 y 2011. Hoy el PP tendría 129 diputados, el PSOE 88, Podemos 82 y Ciudadanos 51.

Dejemos la ucronía y volvamos a la realidad. La ley D’Hondt está de moda porque el PP anda amenazando a sus burlados exvotantes para que no voten a Ciudadanos y, sobre todo, al nuevo partido Vox (nacido originariamente como escisión del PP); afirmando engañosamente que es el único modo de evitar la reedición de la desastrosa alianza socialista-bolivariana-independentista. Esta amenaza debe denunciarse como inmoral, falaz y peligrosa.

Inmoral porque la llamada al “voto útil” no es más que una intolerable coacción que atenta contra la libertad de voto y está exclusivamente motivada por los intereses partidistas del PP, preocupado por perder su posición hegemónica como alternativa al socialismo (¿o acaso creen que si las encuestas situaran por encima a Ciudadanos o a Vox el PP defendería el voto útil?). Falaz por atentar contra la lógica, puesto que es imposible conocer de antemano el resultado de las elecciones. La falacia, en este caso, consiste en hacer creer al votante ingenuo que el resultado futuro está predestinado por las encuestas, que no sólo se equivocan, sino que en época electoral pueden estar dirigidas. Por ejemplo, resulta extraño que la empresa demoscópica que está siendo instrumental en la campaña por el “voto útil” del PP pronosticara hace dos meses una holgada mayoría de escaños del llamado centro-derecha (a pesar de la división del voto) y permita ahora que se extraigan conclusiones falsas de sus propios datos más recientes, que muestran que no es cierto que un aumento de intención de voto a Vox (por poner el ejemplo más palmario) esté restando escaños a una supuesta coalición (más bien parece mostrar una fuga de Ciudadanos al PSOE).

Por último, esta campaña del PP es peligrosa porque, con un resultado incierto y la ley electoral en la mano, perfectamente puede darse el escenario de que echar a Sánchez dependa precisamente del buen resultado de Vox y Ciudadanos, como en Andalucía (donde su presencia sumó escaños), dado que una cosa es a quién se arrebatan los votos y otra muy distinta a quién se arrebatan los escaños. Un resultado satisfactorio de Vox, por ejemplo, haría probable que los escaños que se pudieran perder en las circunscripciones más pequeñas se vieran más que compensados por los escaños que se arrebataría a Podemos en las circunscripciones medianas (en las grandes, como Madrid, Barcelona, etc., los votantes con dos dedos de frente saben que el tramposo “voto útil” no les afecta).

La clave está en que los tres partidos de centroderecha (los tres) estén entre los primeros cuatro puestos por porcentaje de voto. Querido lector: ahora que tiene esta información, vote usted con entera libertad a la alternativa que más le convenza, la que usted querría que obtuviera mayoría absoluta si sólo de usted dependiera. El futuro lo escribe usted con su voto. No crea a quienes, preocupados por sí mismos, utilizan un sistema electoral farragoso para engañar a los incautos con miedos irracionales. Ítem más: ¿por qué se habrá embarcado el PP en una campaña basada en el engaño y que, de tener éxito, incluso corre el riesgo de lograr lo contrario de lo que predica; esto es, que siga Sánchez? Como a menudo ocurre con los partidos políticos españoles, parece que, una vez más, prima desgraciadamente el interés del partido y de su líder sobre el interés nacional. Como bien nos explicó Rajoy en su despedida, “es lo mejor para mí, para el partido y para España”. Por ese orden, señores, no lo olviden. ¿Nada ha cambiado?

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